5 de junio de 2014
La habitación estaba oscura, y los rayos de luna entraban por las ventanas. Ni siquiera necesitaba persianas, no podía vivir sin ver el cielo. Estaba sentada en la cama, con los reflejos mortecinos que se colaban por el cristal acariciándole las mejillas, haciendo que su pelo pareciese hecho de hilos de plata.
La noche se convertía en día solo para ella.
Miraba al cielo, como cada noche desde hacia demasiados años, tantos que su memoria no llegaba a recordarlos todos. Había intentado ahogarlos todo en alcohol, alejarlos para que jamás volviesen.
Le brillaban los ojos, había estado llorando, como ya era costumbre en ella. Tenía los ojos tristes de quien ha sufrido más de la cuenta. Sonreía con su sonrisa rota, con la seguridad de quien ha aprendido a hacerlo sin sentirlo, sin sentir absolutamente nada, en realidad. De quien ya no tiene miedo de la muerte.
La luna brillaba para ella, porque sabía que era quién más necesitaba saber que en alguna parte existe la luz, aunque todo parezca tan oscuro que tiembla solo con pensarlo. La luna sabe que necesita creer, las estrellas juegan a parpadear cuando ella las mira. La segunda a la derecha. La segunda a la derecha es su verdadero hogar, ¿sabéis? Es triste, pero también es bonito; en vida tan solo encontró el lugar al que llamar hogar escondido entre las páginas de un libro. Había sentido ese calor familiar, esa sensación de cariño y calidez en otros sitios, pero ninguno de ellos era real. Un colegio encantado cuya torre de astronomía amenazaba con rozar el firmamento, la casa de la mujer del herrero en un pueblecito del pirineo, las runas de Isabelle Lightwood, el pozo de Osadía, la fortaleza de Limbad con Chris Tara de fondo. Incluso dentro de un Jeep Comander, entre los brazos de un ángel caído convertido en custodio.
Pero ninguno era como Nunca Jamás, nada conseguía igualarlo. Porque su aventura personal era la de ser para siempre una niña. Y la única persona con la que estaba dispuesta a pasar el resto de sus días, se llamaba Peter Pan. Y ahí residía toda su belleza.
A fin de cuentas, nunca dejó de ser una niña perdida, que seguiría estándolo hasta que no le quedase otro remedio. Y, ¿sabéis? los niños que se pierden y no son reclamados en una semana, tienen un vuelo directo a Nunca Jamás, por cortesía de esas señoritas tan hermosas que son las hadas.
Y a mí quién iba a reclamarme, si ni siquiera supieron que me había perdido. Se me acabó el plazo, y no vino absolutamente nadie.
Ni siquiera las hadas.
Quién querría a una chica con el alma rota.