sábado, 25 de febrero de 2017

Deberes

Pensaba que iba a escribir sobre deshielos, pero lo que necesito es hablar sobre despertares.
Me sentía como un manojo de emociones congeladas esperando a que llegase el alba para comenzar a hacerse agua y terminar tan bellos como antes, pero no.
La imagen no estaba congelada.
La vida no estaba en pausa.
Solamente estaba dormida y arrinconada en la esquinita más recóndita y oscura de mi ser, cerrada con cuatro pestillos y nueve llaves.

He vivido desde detrás de un cristal, observándo la realidad pero sin poder tocarla.
He vivido con la cabeza llena de niebla.
He vivido dentro de una pecera sin poder apenas ver ni oír nada que estuviera fuera pero tampoco nada que estuviera dentro. Como cuando metes la cabeza en la bañera y te retumba el agua en los oídos.
He deseado poder parar el tiempo para descansar hasta volver a tener fuerzas mientras caminaba por la calle. Lo he deseado con mucha fuerza. Lo he ansiado. Me ha agotado el mero intento de ir de un lugar a otro. Parar, tumbarme en el suelo, descansar y seguir con mi camino. Como si fuera un videojuego.

Me he sentido fría, insensible, inmutable, indiferente.
Indiferente a todo.
A absolutamente todo.
He vivido en sueños, he soñado que vivía, he vagado sin propósitos ni ilusiones. He respirado, caminado y latido, pero estaba muerta. Tan muerta como una muñeca. Tan no viva. Tan inerte.

A veces siento la energía despertando, la siento golpeando la puerta, ansiando destrozarla y escurriéndose por los huecos más ínfimos. Luchando por ganar terreno, por ser libre y volver a tener el dominio de mi vida, las riendas de mi historia.

Demasiado frecuentemente llega la ola y lo arrastra todo, hasta que el sentir vuelve a estar encerrado y la puerta se vuelve tan sólida que asusta. Y otra vez existo en piloto automático. Intento contactar con mi alma, pero no llego. No la encuentro. No la siento dentro de mí. Esta ahí, secuestrada, amordazada e inducida forzosamente al sueño, lo sé. Tiene estar ahí. Solamente tengo que estirar los dedos para poder rozar su esencia azul. Pero no. Pero nunca. La puerta. Los candados. Las llaves. La oscuridad del rinconcito. El frío. La apatía. El desinterés. La indiferencia más colosal que existe. Tan alta como la luna, tan ancha el océano, tan fuerte como la piedra.
No la quiero. Corro. Corro hasta que me canso pero siempre me alcanza. Me agarra con todos esos brazos helados, me cubre, me atrapa y vuelve a encerrarme en el rincón. Como cuando sabes que estás teniendo una pesadilla y no puedes hacer nada por despertar.

Despertar.

Llevaba tanto tiempo en la jaula que pensaba que la vida se reducía a eso. Que olvidé que existía todo lo demás.
Y dejé de llorar. Dejé de reír. Dejé de estudiar. Dejé de crear. Dejé de amar. Dejé de sentir. Perdí toda capacidad emocional. Me rendí a la indiferencia. Cantó para mí de una manera tan dulce que consiguió hacerme dormir.
Y pasó una primavera.
Y paso un otoño.
Y otra primavera.
Y desperté.
Desperté sin querer.
Desperté aturdida, me asusté, volví a dormirme. El sueño se me enredaba en el pelo y me hacía caricias en las pestañas. Pero yo quería despertar. Quería gritar. Quería salir de ese agujero horrible y sentir el sol en la piel. Quería correr. Y desperté. Y luché. Y huí. Y me encontré conmigo misma mientras me buscaba y me abracé como a una hermana. Y me sentí desequilibrada, enferma. Y temí perder el juicio. Y quise que todo acabara. Y me sentí encerrada. Y lloré. Lloré de alegría y de emoción y de frustración y de miedo. Sobre todo de miedo. De miedo a volver a dormirme y no poder despertarme.
Estoy luchando contra esto aunque muchos días no soy capaz de hacerlo.
Estoy peleando.
Soy una guerrera.
Una guerrera de despertares.