lunes, 29 de diciembre de 2014

La muestra de amor más bonita que llegué a escribir fue mi propia nota de suicidio.











Tengo mucho frío, y más miedo del que he tenido nunca.







Ojalá pidiese decirte esto cogiéndote de las manos, eso me hace ser valiente. Da igual que siempre las tengas frías, de alguna manera conseguiste crear un hogar para mí en ellas. 
Una vez me dijiste que no me perdonarías si decidía marcharme así. Que ni siquiera querrías reunirte conmigo en el momento en que todo acabase para los dos, aunque hubiese tantísimos años de diferencia, aunque yo estuviese esperándote para pasar contigo una eternidad demasiado fría para superarla sola. Me dijiste que si pudieses hablar con los muertos les dirías que me odias, que te he jodido la vida, que ni siquiera me salvó que me quisieses tan fuerte que te dolía.
Entonces te dije que jamás se me ocurriría dejarte solo, que no encontraría valor para irme, sobre todo sin saber a ciencia cierta si cabe la posibilidad de volver a estar juntos alguna vez, aunque sea de una manera diferente a esta.
También me has dicho demasiadas veces que te hace daño cuando lloro, cuando no salgo de mi habitación en días, cuando no hablo, cuando no como. Cuando apenas existo, a fin de cuentas. Y no lo sabes, pero me destroza cada vez más que me mires con esa carita cuando lloro, que tus ojos me griten que te estoy matando mientras tú haces esfuerzos sobrehumanos para sonreírme.
Supongo que eso es lo más duro, ver que me he estancado y que no te dejo avanzar, que te has estancado conmigo, por mí. Y no creo que sea justo que estés pagando algo que no te corresponde, cuando solo tienes culpa de haber coincidido conmigo en esta vida. Y no quiero que soportes mis infiernos, amor, quiero que seas feliz por mí, que empieces a vivir de una vez, que dejes atrás todo esto. Yo seguiré enamorada después de muerta, te lo prometo. Y ni siquiera necesito que me prometas lo mismo, solo que intentes perdonarme, que intentes entenderme, que hace ya meses que me limito a respirar y comer de vez en cuando, a llorar todo lo que me pesa aquí dentro, tanto que he llegado a pensar que me quedaría sin lágrimas. Pero siempre queda alguna.
Que no lo he superado, que no he sabido hacerme mayor, y quizá esté defectuosa y no sirva para tener un futuro.
Te quiero, ¿vale?, te voy a querer siempre. Una vez me dijiste que si lo dejábamos y algún día tenías una niña, le pondrías mi nombre. Piensa eso, ¿vale?, piensa que me he ido lejos, que te he dejado para dejar de hacerte daño.
Y ponle mi nombre, y quiérela tanto como a mí, y de la misma forma en la que la hubiese querido yo. Y, por favor, cuéntale cuentos.
Y así sabré que no me has olvidado, ella será tu ángel, quizá yo pueda cuidarte desde el cielo a través de ella. 
Ojalá tenga tus ojos, ojalá la mires y puedas imaginar lo que yo he sentido siempre al verme reflejada en los tuyos, ojalá quede algo de mí en ella, o en ti, o qué se yo.
Te diría que lo siento, amor, pero lo único que siento es que no vayas a volver a abrazarme, que no vuelvas a acariciarme el pelo y a darme besos en la nariz, que no vuelvas a cogerme la mano por el parque, que no me hagas más el amor hasta el punto de olvidar hasta mi nombre. 
No te olvides nunca de que te quiero, prométemelo. Y dejaré de tener miedo.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Peter Pan en lo alto de la estantería, Campanilla en el cabecero de la cama.

He estado recogiendo mi habitación, haciendo que parezca un poco más acogedora. Es triste que en esta casa me siente como una extraña incluso entre mis propias cosas. 
Da la sensación de ser el cuarto de una niña, supongo, una niña que ha tenido miedo de crecer.
No recuerdo prácticamente nada de mis primeros ocho años de vida, y de ahí en adelante mi cabeza ha intentado hacerme olvidar todos los años de sufrimiento. He de decir que lo ha hecho bien, las lagunas que tengo en la memoria son inmensas. Me gusta pensar que he sabido protegerme. 
Supongo que mis cosas cuentan mi historia por mí, y algún día me gustaría ser capaz de contarla, quizá a una hija. Ser capaz de hablarle de mí, al margen del contexto.
Todavía tengo cuentos de hadas, mi madre sigue regalándomelos, entiende que necesito ser valiente para poder avanzar. Peter Pan y Harry Potter en lo alto de la estantería, Campanilla en el cabecero de la cama. Mis caballitos de plástico, la ballena con la que solía bañarme, los juguetes de casi todas las navidades, marionetas, regalos de cumpleaños, medallas de cuando competía, fotos, una réplica de Marte colgando del techo. No recuerdo a penas nada, todo lo que sé es lo que me han contado.
Me da miedo olvidar, y supongo que por eso lo guardo todo, es una manía bastante personal. Supongo que por eso lo escribo todo.
Tengo los billetes de avión a Varsovia, los de ida y vuelta de Roma, fotos del Vistula, guias turísticas, CDs con fotos, el permiso de mi padre para salir del país siendo menor. El mapa de Polonia, de África, el plano de mi ciudad. La bufanda del equipo de fútbol polaco que compré en el aeropuerto, los dibujos que me hizo la pequeña Annia. Me pregunto si se acordará de mí. De la española cariñosa que le hacía cosquillas, y que se encariñó tantísimo con ella a pesar de no entenderse en ningún idioma. Ni siquiera sabía hablar. Ojalá siga siga igual de valiente.
Tengo los boletines de notas de todos los trimestres de bachiller, el título firmado por el rey, los papeles de inscripción de la universidad, las preguntas de los exámenes de selectividad. Los dibujos de mi hermano, todos los que me ha ido regalando y todos los que he logrado rescatar. El discurso que me mandaron escribir para el día de la graduación, el discurso que no pude acabar de leer porque rompí a llorar. La añoranza, la nostalgia, el echar de menos fuerte. Los vestigios de aquella época en la que llegué a creer que podría cambiar el mundo yo sola. 
Las chucherías que él me regaló después de su primer ingreso, de la primera vez que sus pulmones decidieron dejar de funcionar. Las mil cartas que le escribía años antes de atreverme a salir con él, las que nunca fui capaz de darle, todas con fecha y firma. Era amor, estúpida, era amor y no quisiste creértelo. No me habría personado nunca si lo hubiera perdido. No sé qué sería de mí ahora, prefiero no saberlo.
Eso es lo que soy, quizá. Un revoltijo de ideas que ni siquiera tienen sentido, que no pueden ordenarse ni clasificarse, pero que se aferran a las paredes de mi alma como a un clavo ardiendo. Me hacen falta, me recuerdan quién soy, pero sobre todo quién quiero ser.
Es doloroso intentar recordar y encontrar solamente vacío, un vacío inmenso de años transcurridos como un suspiro. Los peores años de mi vida, y el miedo que me da recordar. Quiero pero no puedo. Quiero pero no debo. No quiero. No estoy segura.
Prefiero creer que puedo vivir obviando esa parte, pero es más que obvio que no es así, que conforma todo lo que soy. Mis miedos, mi inseguridad, mis traumas, mis ojos tristes. La necesidad de llorar sin motivos aparentes, cuando todo parece marchar bien. La inestabilidad emocional, la dependencia afectiva. La falta de autoestima, la sensación de abandono.
No puedo huir de eso, son los cimientos de mi persona. Si acabase con ellos todo lo demás se vendría abajo, no quedaría nada. Me habría arrancado las entrañas pretendiendo coser mis alas.
Qué fácil parece sonreirle a todo el mundo y vivir como si nada me afectase nunca. Como si pudiese escuchar siempre sin que nadie tenga tiempo para escucharme a mí. Como si de verdad pensase que hay futuro más allá de esta mierda.

Mis alas. Joder, dónde se habrá metido mi ángel.


miércoles, 3 de diciembre de 2014

Seguiré buscando esas luces. Seguiré sin encontrarlas.


He estado mirando fotos de navidad en internet. Supongo que soy así de auto destructiva, pero es por lo que acabas de decir, necesitaba sentir algo. Total, no le hago daño a nadie. Odio diciembre y todo lo que ello implica. Siento rechazo hacia todo lo que tiene que ver con familias felices haciendo cosas de gente feliz. Odio las lucecitas, los pinos, los belenes, el acebo, el mazapán. Todo, prácticamente todo.
Me siento muy sola todo el año, muy vacía. Tengo una obsesión con la navidad que tiene pinta de ser grave.
Luces, siempre intenté encontrar luces. Nunca las encontré. Cuando era pequeña, muy pequeña, mi padre me ponía estrellas en el techo para que brillasen por la noche.
Ojalá recordase algo más. Ojalá hubiese algo a lo que pudiera aferrarme, algún sentimiento, lo que fuera. No hay nada. Solo vacío, oscuridad, una niña persiguiendo unas luces que nunca brillarán para ella.
Las navidades nunca han sido felices desde que puedo recordarlas. Recuerdo poner turrón y leche con galletas en la encimera de la cocina para que los reyes magos y sus camellos recuperasen fuerzas. Recuerdo ir corriendo al cuarto de mis padres a despertarles porque el salón estaba lleno de regalos. Recuerdo la magia. Intento recordar a mi hermano, pero no tengo ninguna imagen suya siendo feliz. Y me destroza.
Después, solamente gritos, alcohol, drogas, mi madre escapándose de casa en nochebuena, mi madre que en año nuevo todavía no había vuelto. El alma que se me iba descascarillando hasta que los pedazos empezaron a clavárseme en el corazón. Una tristeza más profunda que cualquiera de mis abismos. Desencanto. Desilusión. Desamparo. Más drogas. Esperar sentada en el suelo de la cocina a que sonase el teléfono, malas noticias, lágrimas, abrazarme las piernas y llorar. Nadie parecía darse cuenta. Sigo sin recordar a mi hermano, sé que era demasiado pequeño, me pregunto dónde estaba mientras yo lloraba.
Odio las películas americanas de Navidad. Siempre lloro. Malditos hijos de la gran puta, qué felices parecen. Imagino casas con la calefacción a tope, adornos, regalos, risas, abrazos,  familias felices. Me gustaría saber qué se siente cuando tienes algo a lo que poder llamar familia. Siempre imagino esa situación a miles de kilómetros de aquí, como si fuese demasiado bonito como para ser cierto, como para ocurrir tan cerca.
Él me abraza y me dice que él será mi familia, que lo será siempre, que puede darme lo que no me ha dado nadie. Dice que nunca más voy a estar sola, que el dolor se irá del todo. Creo que solo me siento en casa cuando está lo suficientemente cerca para notar sus latidos. Hace que sienta que pertenezco a algún lugar, que no estoy tan perdida.  Quiero que él sea mi familia, que lo sea todos los días, que siga escuchándome y siendo valiente por mí, por los dos. Que no tenga miedo de mirarme a los ojos y entender que hay cosas que sencillamente no se pueden arreglar. A veces tengo la certeza de que si echo a andar y mi alma sonará como si agitase una cajita llena de cristales rotos. 
Ojalá pudiera arrancar la maldita hoja del calendario y olvidar que alguna vez existió diciembre. Pero no, me va a perseguir hasta el día en que me muera.
Seguiré buscando esas luces. Seguiré sin encontrarlas.
Los psicólogos dirían que es a causa de mis carencias afectivas, yo digo que los ángeles se olvidaron de mí, que se encargaron de destrozarme la vida, que ese infierno no voy a ser capaz de superarlo. 
Que me asomo al precipicio, y todo lo que veo es soledad y desilusión. 

No sabéis el daño que me hacen las luces de navidad iluminando las calles.



Debería haber un mes alternativo para todos aquellos que somos alérgicos a diciembre. Ni siquiera sé si somos muchos, y en realidad no me importa en absoluto, lo único que yo quiero es no tener que volver a soportarlo en lo que me queda de vida.
Me destroza el alma salir cuando ya está oscuro y ver encendidas todas las malditas luces navideñas, os juro que me arrancaría la piel a tiras solo por no verlas, o por poder quedarme el mes entero en casa, sin salir de la cama.
Me asfixia toda esa gente, el olor a castañas asadas, los escaparates de las tiendas abarrotadas de gente, las figuritas de chocolate de los reyes magos, los niños felices, los villancicos. Odio absolutamente todo. Por no hablar de las cabalgatas del día de reyes, esas que voy a ver por puro masoquismo sabiendo que me va a tocar aguantarme las lágrimas de principio a fin.
Mi ciudad se convierte en un jodido infierno para mí, y ya paso de intentar engañarme, lloro como una idiota cuando voy sola por el casco viejo. Y cuando voy por el centro, también.
No sabría decir si lo que siento es odio, quizá sea una profunda nostalgia, una añoranza que ha echado raíces aquí dentro.
No recuerdo ni una navidad feliz. Absolutamente ninguna. 
Diría que de hecho no recuerdo ningún momento feliz a lo largo de mi infancia, pero en navidad se supone que todos tienen derecho a serlo, y todos lo son, mucho mas que en cualquier otra época del año. Y no, a mí me arrancaron esa derecho hace tanto que tampoco lo recuerdo.
Tengo ilusión, tengo incluso mas que cualquier niño, la he tenido siempre y sé que la tendré por los restos. Y eso hace que las cosas duelan el triple, que vea magia en sitios que jamás la hubo, y que palpe en el ambiente una felicidad a la que nunca estuve invitada.
Mi madre cobraba la extra y podía pasar semanas enteras sin pasar por casa, mi abuela era demasiado mayor para salir a la calle, mi hermano demasiado pequeño para entender todo aquello. No había regalos, ni turrón, pero lo peor es que no había paseos por la ciudad, ni abrazos, ni ninguna muestra de cariño por parte de una madre ausente que no siquiera era capaz de pasar por casa para ver si sus hijos seguían vivos. Tampoco llamaba por teléfono. Supongo que estaría liada entre vasos de vodka, rayas de cocaína,  heroína y no quiero saber qué más.
La niña que creció demasiado rápido, así me llaman desde que tengo memoria. La que tuvo que buscarse la vida desde los ocho años, la que tuvo que criar a un hermano, la que nunca tuvo amigas porque nunca hubo tiempo para esas tonterías.
Duele, duele y no os hacéis a la idea de cuánto. Duele seguir viendo esa estúpida felicidad que pinta las calles en diciembre, sobre todo cuando yo veo excesos e injusticia. Y lo digo por mí, porque mi vida nunca ha sido justa. Porque os he mentido y sí recuerdo una navidad feliz, solamente una. Y tengo mil espinas clavadas en el alma porque sé que nunca en toda mi existencia volvió ni volverá a haber otra.
Idos con vuestra felicidad a otro sitio, por favor, que yo no quiero verla ni de lejos. No quiero salir de casa y luchar conmigo misma para no llorar, para que nadie se preocupe, para que nadie se moje. En el fondo no quiero hablar de esto, quiero hacer como si fuera una persona normal, como si tuviera algo a lo que llamar familia, como si no supiese nada del dolor. Pero ese jodido desgraciado es incapaz de largarse. Va a vivir aquí, lo tengo instalado en las venas. No hay manera de escapar de algo que me corre en la sangre.
Todavía sigo preguntándome qué he hecho yo para merecerme esto, y por qué no soy una arpía sin sentimientos.
No hay respuesta, me he doy por vencida. Me he cansado de gritarle al cielo. No voy a volver a suplicar.