sábado, 16 de julio de 2016

Costillas y brujas

Ojalá pudiera abrirme el pecho para que vieses la cantidad de mundos y de pájaros que caben dentro de un solo ser.

A veces pienso que las costillas están ahí para impedir que se nos escapen. 

Como jaulas. 

Como muros que impiden que muramos enfermos de realidad.
Que no dejan escapar a los sueños. 

Fortalezas. 

Fronteras que nos salvan y también nos aíslan, fronteras que quizá deberíamos echar abajo para vivir al margen del guión de lo que es correcto.

Mi abuela tenía un pajarito verde y azul, y siempre pensé que no era feliz entre barras de alambre. Que esa no era su casa, ni su sitio, ni su momento. Ni su destino. Que nació con otros planes. Que estaba escrito que volase, y no que muriese solo en la cocina de un séptimo piso.

Los castillos encierran princesas, y las princesas encierran revoluciones. Pero para revolucionarse hay que echar la puerta abajo. Y suena el timbre, y cuando abres todo está lleno de flores y de canciones, y de acuarelas, de plumas de colores, de libros y de recortes y fotografías pegados en las paredes. Y así son las revoluciones. No dejan absolutamente nada como se lo habían encontrado.
Saltas de cabeza al agua y en una fracción de segundo sientes el frío por todo el cuerpo. La piel despierta. La vida despierta. Como si llevase siglos aletargada, contorsionada dentro de una caja. 
Parecías una persona y solamente eras el reflejo de una jaula. Y resulta que, dentro de la jaula, había infinitos. 

Y dentro del castillo, había brujas.