miércoles, 29 de octubre de 2014

Reencuentros.

Recuerdo que cuando era muy pequeña, mis abuelos me sacaban el balcón para ver los fuegos artificiales. Cogían los cojines de las sillas de la cocina y la manta del salón, y se sentaban conmigo muchas de las noches de julio. Me daba miedo quemarme. Estaba segura de que ese ruido tan fuerte podía hacer que las chispas de colores llegasen hasta el séptimo piso donde ellos vivían. Mi abuela me cogía fuerte de la mano, y mi abuelo se reía y me alborotaba el pelo, y entonces sentía que no iba a pasarme nada, que no iban a permitirlo. Aún así, muchas veces acababa escondida dentro de casa, viendo las luces desde el otro lado del cristal. La feria era en la ciudad, a más de dos kilómetros, pero daba miedo.
Quince años después, sigo enamorada de aquel balcón. Sigo buscándolo cuando me hace falta pensar, cuando necesito llorar sin preocupar a nadie. En casa todos saben que para mí es un refugio, y respetan la soledad que busco cuando salgo. A veces se sientan conmigo para hablar de la vida, de los golpes que da, de lo valiente que hay que ser para seguir jugando. Mi abuela siempre ha sentido por mí un respeto que no creo que me merezca. Me ha visto salir de agujeros muy profundos, encarar situaciones demasiado difíciles. Yo era una niña cuando el mundo se me vino abajo, y ella siempre supo darme abrazos y consuelo. Madura, eso dice que soy, una chica con las ideas claras y la cabeza amueblada, desde que tenía menos de diez años.
No sabe que soy más débil da lo que cree, no sabe que a veces me siento tan vacía que me asusta, ni que me da miedo vivir. No sabe que me quedé estancada cuando mi madre se fue, ni que jamás he podido remontar, que demasiado a menudo todo es más fácil escondida detrás del cristal, viendo la realidad con un filtro que hace que todo duela un poco menos.
Luces, siempre habla de mis luces, dice que las llevo dentro. Que me brillan los ojos de una manera especial, que ninguno de sus nietos tiene unos ojos como los míos. La mirada de alguien que no se atreve a dejar de sufrir, que no acaba de encontrar su propio camino. De alguien lo suficientemente idiota como para olvidarse de sí misma para hacer feliz al resto, aunque ella simplemente dice que soy demasiado buena para un mundo demasiado malo.
Y no lo sé, puede que sea verdad, la gente mayor es la más sabia.
De momento ma quedo con mi balcón y mis ventanas abiertas, viviendo contra las cuerdas, con las lucecitas que se ven en la ciudad a las cinco de la mañana, las historias que cuentan las estrellas, la tranquilidad que trae el viento.
La compañía
de estar conmigo misma, como quien se encuentra con una vieja amiga.

domingo, 19 de octubre de 2014

Me pregunto cuándo volverás a hacerme lo que el invierno les hace a las amapolas.

Me pregunto cuándo volverás a hacerme lo que el invierno les hace a las amapolas.
Destruirlas, con infinita delicadeza, acabar con ellas, congelarlas.
Quizá conservarlas.
Como si quisieras detener el tiempo y encerrar ese instante en una vitrina de cristal. Exponerlo como quien expone algo bonito, algo que merece la pena.
Quizá hacer lo imposible para recordarme, a pesar de saber que no nacimos para estar juntos, sino para atraer desgracias y causas perdidas.
Y qué tendrán las amapolas para que el invierno llegue a adorarlas tanto, para que incluso llore al ver cómo mueren.
Para que recoja sus pétalos para hacerse una corona de lágrimas.
Sin pensar que, a pesar de ser amapolas, también tienen espinas.
Como nosotros, amor.
Hay que ver lo que dolíamos.

jueves, 16 de octubre de 2014

Si dejo de esperarle, ya no me quedará nada.

"-Me hace gracia esa costumbre tuya de poner la cama bajo la ventana, pero ¿por qué no bajas nunca la persiana?
-Es por si viene Peter. Para que no la encuentre cerrada.
-Preciosa, Peter Pan no... Ey, no llores, ¿qué pasa?
-Ya lo sé, ya lo sé. Pero déjame creer, por favor, deja que siga haciéndolo. Si dejo de esperarle, ya no me quedará nada."

Que se ha ganado el cielo.

Que se ha ganado el cielo, por llevar en los hombros más peso del estrictamente necesario, por no sucumbir al impulso de asomarse a la ventana y dejarse caer con la excusa de querer remontar el vuelo. Que cada una de esas jodidas lágrimas vale más que cualquier milagro, que le queman en la piel y acaban con la poca luz que le queda dentro. Que el peso de los días se le nota en esas ojeras que amenazan con no irse nunca.
Y qué fácil es decir que le brillan los ojitos, cuando no se sabe la oscuridad que tiene dentro, ni la cantidad de noches que ha pasado intentando convencerse de que las cosas algún día saldrían bien. Ese día jamás llegó.
Que, en el fondo, jamás hizo nada malo, jamás ha merecido esto. Que lleva en las manos las marcas de mil derrotas, de haber perdido tantas batallas que ya ni las recuerda todas. Que ninguna de esas guerras era la suya.
Que es pequeña y se siente sola, que se rodea las rodillas con los brazos para encontrar algo de ese calor del que todos hablan.
Amor, amor creo que lo llaman. Que los espejos también lloran cuando busca en ellos esa alegría que algún día estuvo ahí, pero solo encuentra unos ojos enormemente tristes y un amago de sonrisa muerta. Supongo que es bonita. Que, después de todo, si que parece que tenga luz.
Que se ha ganado las alas.
Que las merece más que ninguna.
Dónde se habrá metido su ángel.

Ya no sé ni qué es lo que siento frente a un folio en blanco. Estoy casi segura de que es miedo.

Se me han acabado las primaveras. No encuentro tinta que exprese tal falta de sueño, ni tanto derroche de amor del que duele. Porque, las cosas bonitas, duelen. Y si no duelen es que no se entienden, que no han llegado a calarte hasta el alma. Y en el alma todo es diferente, tiene un filtro distinto, cambian los colores, las tonalidades y hasta las melodías. Es sencillamente otra realidad paralela, y nadie tiene tiempo para esperar a que llegue el infinito y ambos mundos se fusionen, aunque solo sea por un instante.
Ese instante, que sería suficiente para cambiarlo todo. Para mirar las flores de los cerezos y, al fin, verlas. Para comprender que el cielo y el mar son la misma cosa.
Para descubrir que hay demasiada musa suicida que sueña con que un poeta la encuentre en cada suspiro y al doblar cualquier esquina, pero no tiene valor para dejarse encontrar.
Ni para dejarse morir.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Volamos sin alas. Las llevamos cosidas al alma.

Entonces cierra los ojos, echa la cabeza hacia atrás y gime, todo el mismo tiempo. Y es más de lo que puedo soportar, me sobrecoge verle así. Me mira a los ojos y me dice que me quiere sin necesidad de articular palabra. Y yo le entiendo, y es absolutamente perfecto.
Pone sus manos en mis caderas y me marca el ritmo muy despacio. Soy completamente arrítmica, pero si cierro los ojos puedo acompasarme con la frecuencia de su respiración. Me recorre muy despacio con los labios, me besa el pecho, me redescubre una y mil veces mientras enreda los dedos en mis pelo. Traza un mapa del tesoro a la altura de mi cuello, me muerde la parte superior de la oreja, baja muy suave por la clavícula y se detiene en mi garganta. Sigue suspirando fuerte mientras lo hace, gime, cierra los ojos. Y yo me dejo hacer. Busco desesperadamente su boca y le beso incluso cuando no puedo dejar de gemir. Dice contra mi boca que me quiere, y le respondo tan pronto como me veo capaz, entre una respiración y otra.
Pasea sus manos por mi espalda, desde los hombros hasta la cintura, me hace caricias, consigue que solo existamos él y yo, que deje de importar el mundo, que el infierno sea un imposible en comparación con el cielo que me regala en cada suspiro. Vamos a encontrar Nunca Jamás, lo sé. Y para qué engañarnos, nunca hemos sido tan niños como cuando estamos juntos. Las segunda a la derecha, pero nadie me dijo que las estrellas eran sus ojos. Y ahí está, esperándome a mí, mi casa.
La nostalgia de mil noches durmiendo con la ventana abierta, buscando esa luz en el cielo, esperando a que viniese a por mí. Y quizá Peter no aparecía porque ya lo tenía conmigo. Nos debíamos demasiados viajes sin terminar, nos debíamos el perder el miedo a vivir, el jugárnosla juntos.
La laguna de las sirenas, el árbol del ahorcado, la hondonada de las hadas, el campamento indio y hasta el barco de Garfio. 
Para llegar solo necesitamos fe, esperanza, y polvo de hadas. Y, aunque no lo creáis, nosotros tenemos las tres cosas.
Me coge las manos, y agarro las suyas muy fuerte. Tan fuerte como si no fuese a soltarlas en todo lo que me queda de vida.
Volamos sin alas, las llevamos cosidas al alma.

Un sábado a finales de septiembre, a quién le importa de qué año.

Esto es lo que se ve desde su ventana una tarde cualquiera. Un sábado de finales de septiembre, a quién le importa de qué año.
Te has enamorado de la niña de los ojos tristes, amor. De la que se asoma a la ventana para ver el cielo por el simple hecho de que está atardeciendo, de que la vida entera parece teñirse de color naranja, rosa, y hasta violeta. Y no sé, los atardeceres me recuerdan a Machado, a esos mil recuerdos felices de una infancia que no he tenido. El atardecer de la vida misma, los momentos previos a morir, la melancolía de todo aquello que jamás ha ocurrido. Nostalgia por una existencia que no ha sido la mía, una nostalgia tan profunda que va a quedarse a vivir en los recovecos más oscuros de mi alma, hasta siempre. Cómo no voy a ser una chica triste. Cómo no voy a aparentar ser valiente y fuerte, cómo iba a dejarme olvidada la sonrisa, si es lo único que tengo además de un folio en blanco y mi propia esencia en carne viva, lista para disparar.
Nadie entiende por qué lloro, pero mientras el sol expira y hace que las sombras se alarguen, mientras pinta de tristeza los destellos de mi pelo, vienes por detrás y me das besos en la espalda. Me abrazas, me meces, consigues que no se vaya el poco calor que me queda.
El futuro es demasiado frío para encararlo si no te tengo conmigo. Vamos a intentar ser felices, pero desde ahora te digo que no creo que la felicidad exista, al menos no como algo permanente. Y jode pensar que lo que nos viene por delante va a ser igual de vacío que lo que dejamos atrás. Ni siquiera sé hablar sin conjugar un nosotros, corazón. Y algo me dice que voy a seguir sola, no hoy, no en un año, quizá no en dos. Pero me es infinitamente complicado creer que vas a quedarte para siempre, que los atardeceres van a ser así de hijos de puta el resto de mi vida, y no vas a estar para quitarme la ropa y hacer que olvide.
Te has enamorado de la niña de los ojos tristes, de la que no tiene ángel, de la que no lo encuentra y, sin embargo, no deja de esperar.

Quizá la vida sea una melodía imposible de repetir.

Estaba en la cama, intentando que llegase Morfeo y me enredase en su suave canto, pero tenía la cabeza demasiado revuelta.
El cielo se encendía cada pocos minutos, se iluminaba de color blanco y parecía romperse entre relámpagos y rayos. Los truenos sonaban demasiado tristes, y escuchaba cómo las gotas de lluvia chocaban contra el cristal de mi ventana y hacían eco al caer en el tejado.
Las tormentas son como melodías, con la diferencia de que es imposible repetir una. Cada una es diferente, y eso hace que sean tan mágicas. Hay que saber escucharlas.
Había estado lloviendo todo el día, y eso ya da por sí era agotador. Estaba cansada, no tenía ganas salvo de convertirse en tormenta y romper el cielo en mil pedazos, hacer que miles de destellos de luz cayesen y llenasen el suelo de fragmentos quebradizos y afilados.
Otro relámpago, y lo que parecía estar envuelto en oscuridad se torna claro. Aparecen las ramas del árbol de en frente, enredadas creando formas imposibles, como un fantasma, un recuerdo que se cerniese sobre mi alma.

Deja que respire tu alma.

Qué pena que no te hayas dado cuenta de que tienes la tormenta entre las sábanas, que te está besando ahora mismo, que se enreda entre tus brazos y asciende por tus piernas, que te cala hasta los huesos y hace que respire tu alma.
Que los truenos suenan como cada vez que chocan nuestras caderas, hacen vibrar el cielo como cuando me restregaba en bragas por debajo de tu ombligo. Los relámpagos iluminan tus manos que se enredan en mi pelo, y llovemos.
No me obligues a hablar, intenta entender sin que hagan falta palabras.
Soy tormenta, amor. Igual de inestable, igual de ruidosa. Siento la electricidad por dentro, la siento correr en ni sangre, me hace llorar incluso cuando no tiene sentido hacerlo. Suelo llover sola, ¿sabes? paso tardes enteras encerrada entre cuatro paredes, chispeando en una lluvia suave y vehemente, a veces rozando la demencia con el filo de los labios. Otras veces duele de otra forma, estalla de repente sin previo aviso, sin que nadie se lo espere. Y entonces grito tan alto que se rompería el cielo, que caería hecho pedazos y jamás se recompondría del todo. Que se entere de lo que jode ser como yo. Generalmente siento dentro la misma atmósfera que la playa en plena marejada, a veces siento las olas romper contra los cristales de mi conciencia, arrasando con todo, soltando los hilos que me atan a la coherencia. Cristales de hielo frío se me incrustan en los pulmones, y no consigo respirar. Pero sigo llorando como alma atormentada por el diablo, persiguiendo metáforas escondidas en el viento, serpenteando entre árboles de locura.
Prefiero que llovamos juntos, ¿entiendes? Es como la lluvia de finales de verano, amor, cuando el sol asfixia, y a las tardes llueven cortinas de agua recia que se lleva las pesadillas y despeja la mente. Es agua de vida, corre en remolinos en mis entrañas y hace que resurjan mis ganas de seguir viviendo.
Saltaría al vacío y por fin sería libre, así es como he decidido que empiece mi historia.
Amanecer anclada en tu pecho, con el pelo revuelto de poesías. Y que fuera siga desplomándose el firmamento, que no cese la tormenta.
Hazme gritar, y al fin tendremos banda sonora.

Háblame de amaneceres y tormentas.

Sé que piensas que soy una niña cuando te pido que me cuentes cuentos.
Necesito que me hables de amaneceres, de tormentas, que me pintes el cielo con tonos pastel, con carboncillo, como cuando hacías retratos y pasabas horas sumergido en un folio, defendiéndote del mundo con un pedacito de carbón. Me gustaba verte pintar, era algo realmente tranquilizador, sentía como le salían alas a tu alma y de vez en cuando notaba caricias en la mejilla, tus miedos volaban lejos y me besaban en la frente prometiéndome no regresar nunca. Sabían que no ibas a volver a necesitarlos.
Era bonito intentar acompañar con palabras cada uno de tus trazos.
Cuéntame un cuento, pero que no sea de princesas.
Háblame de la lluvia, de cómo se mecen las mareas, del plenilunio, de caballos alados, de deseos que se cumplen. De amor, háblame de amor.