Tiene tatuado con cristal de hielo un escalofrío a lo largo del perfil de la cintura.
Camina con paso incierto pero pisa fuerte, con un caminar que sabe a los primeros rayos del sol de invierno y a la luz fría y azul de mil madrugadas en calles heladas por el desamor de principios de febrero. Los pies prácticamente muertos, los dedos entumecidos y los labios rotos por el viento. Las costillas como teclas de acordeón sin afinar, como doce estalactitas dispuestas en fila siguiendo algún tipo de orden divino bajo una piel tejida con aguja y ganas de olvidarse.
Me pregunto si sabrá dejarse querer o si una noche en su cama será tan mortal como el filo de sus labios y la caída de sus párpados.
Camina con paso incierto pero pisa fuerte, con un caminar que sabe a los primeros rayos del sol de invierno y a la luz fría y azul de mil madrugadas en calles heladas por el desamor de principios de febrero. Los pies prácticamente muertos, los dedos entumecidos y los labios rotos por el viento. Las costillas como teclas de acordeón sin afinar, como doce estalactitas dispuestas en fila siguiendo algún tipo de orden divino bajo una piel tejida con aguja y ganas de olvidarse.
Me pregunto si sabrá dejarse querer o si una noche en su cama será tan mortal como el filo de sus labios y la caída de sus párpados.
"Una vez
que has saltado desde tan alto ya nadie puede volver a retenerte jamás",
porque, por si no se había acabado de entender, los muertos no acatan
órdenes.
En algún momento he retomado la odiosa costumbre de hablar de
mí misma en tercera persona.
Me pregunto
si el embalse de su ombligo será un buen lugar al que ir a naufragar.
Al que ir a morir, porque del frío de la estepa nadie sale vivo, y eso
se sabe desde antes de iniciar la expedición. Puede que la curiosidad
sea una buena excusa para disfrazar de aventura el suicidio. Quiero su
entumecimiento despertándome la piel de la espalda, desde los base hasta
el cielo, sin parar. Que les recuerde a mis paletillas que siguen
siendo el punto exacto en que las alas se me unen al cuerpo. Para qué
iban a estar ahí sino. Para guardar un vestigio de cielo abierto y la
promesa de volver a caer. Caer en el infierno de sus vértebras o en
cualquier otra parte, pero con predilección por la primera opción. Me
pregunto si soplarle en la nuca será como llorar en Finlandia y que las
lágrimas se hagan hielo en tus mejillas. Puede que esté hecha de agua de
mar, y por eso la vuelve invierno el contacto con el ambiente. Menos
nueve grados y bajando. Bajando por las carreras de mis medias. Bajando
por las paredes de mi alma hasta el mismísimo fondo. Bajándome las ganas
de saltar, el miedo a sentir a pleno pulmón, la falda. Adormeciéndome,
enredándome la conciencia con el frío de las cuatro de la mañana,
cosiéndome el sueño a las pestañas. El sueño de quien necesita poner la
vida en pause hasta retomar fuerzas sin que el tiempo corra hasta que
esté preparada para un nuevo asalto. El sueño de quien se duerme en la
nieve y ya no vuelve a despertar.
Y se hace ingobernable.