lunes, 29 de febrero de 2016

Invierno y muerte metafórica.

Tiene tatuado con cristal de hielo un escalofrío a lo largo del perfil de la cintura.
Camina con paso incierto pero pisa fuerte, con un caminar que sabe a los primeros rayos del sol de invierno y a la luz fría y azul de mil madrugadas en calles heladas por el desamor de principios de febrero. Los pies prácticamente muertos, los dedos entumecidos y los labios rotos por el viento. Las costillas como teclas de acordeón sin afinar, como doce estalactitas dispuestas en fila siguiendo algún tipo de orden divino bajo una piel tejida con aguja y ganas de olvidarse.
Me pregunto si sabrá dejarse querer o si una noche en su cama será tan mortal como el filo de sus labios y la caída de sus párpados.

"Una vez que has saltado desde tan alto ya nadie puede volver a retenerte jamás", porque, por si no se había acabado de entender, los muertos no acatan órdenes.

En algún momento he retomado la odiosa costumbre de hablar de mí misma en tercera persona.
Me pregunto si el embalse de su ombligo será un buen lugar al que ir a naufragar. Al que ir a morir, porque del frío de la estepa nadie sale vivo, y eso se sabe desde antes de iniciar la expedición. Puede que la curiosidad sea una buena excusa para disfrazar de aventura el suicidio. Quiero su entumecimiento despertándome la piel de la espalda, desde los base hasta el cielo, sin parar. Que les recuerde a mis paletillas que siguen siendo el punto exacto en que las alas se me unen al cuerpo. Para qué iban a estar ahí sino. Para guardar un vestigio de cielo abierto y la promesa de volver a caer. Caer en el infierno de sus vértebras o en cualquier otra parte, pero con predilección por la primera opción. Me pregunto si soplarle en la nuca será como llorar en Finlandia y que las lágrimas se hagan hielo en tus mejillas. Puede que esté hecha de agua de mar, y por eso la vuelve invierno el contacto con el ambiente. Menos nueve grados y bajando. Bajando por las carreras de mis medias. Bajando por las paredes de mi alma hasta el mismísimo fondo. Bajándome las ganas de saltar, el miedo a sentir a pleno pulmón, la falda. Adormeciéndome, enredándome la conciencia con el frío de las cuatro de la mañana, cosiéndome el sueño a las pestañas. El sueño de quien necesita poner la vida en pause hasta retomar fuerzas sin que el tiempo corra hasta que esté preparada para un nuevo asalto. El sueño de quien se duerme en la nieve y ya no vuelve a despertar.

Y se hace ingobernable. 


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miércoles, 24 de febrero de 2016

Salté.

Caminaba por puntos y a parte hasta que llegué a un punto y final con una caída libre infinita. Y ni me lo pensé. Salté.

Os prometo que en el vacío a nadie le importan los puntos cardinales.


Y ojalá los hubiera, ojalá una brújula con tu nombre en el norte
que me indicase dónde re-encontrarte
mientras coso margaritas entre mis versos
para que no se escapen.
Pensándote entre pétalos.
Unos brazos que me mecen durante las tormentas,
los hombros en los que reposar la cabeza hasta encontrar calor.
Calor de cualquier tipo, no sólo el que implica un ascenso de temperatura sino también el que te hace sentir a salvo.
Un pecho por el que pasear mis pinceles y pintar lluvias de estrellas
y escuchar latidos algo desacompasados durante noches enteras -ligeramente más rápidos al coger aire, algo más lentos al soltarlo-.
Las manos a las que me agarro para sentirle cerca por la calle, en la cama y hasta en sueños.
Primera estación, segunda, primavera, otoño, invierno, verano. Espero que esta vez sí me estés entendiendo.
Sus ojos.
Tan negros como el cielo por las noches
y a la vez tan claros como rayos de sol.
Tan limpios como cristales de agua y luz.
Un mapa celeste completo concentrado entre las pestañas.
Gritar tan fuerte que despertemos a la tormenta, que resucite en el cielo y volver al paso uno en bucle: unos brazos que me mezcan hasta que acabe.


Una vez que el vértigo se te ha aferrado al corazón resulta incluso erótico que te disparen adrenalina en la sien.