lunes, 29 de diciembre de 2014

La muestra de amor más bonita que llegué a escribir fue mi propia nota de suicidio.











Tengo mucho frío, y más miedo del que he tenido nunca.







Ojalá pidiese decirte esto cogiéndote de las manos, eso me hace ser valiente. Da igual que siempre las tengas frías, de alguna manera conseguiste crear un hogar para mí en ellas. 
Una vez me dijiste que no me perdonarías si decidía marcharme así. Que ni siquiera querrías reunirte conmigo en el momento en que todo acabase para los dos, aunque hubiese tantísimos años de diferencia, aunque yo estuviese esperándote para pasar contigo una eternidad demasiado fría para superarla sola. Me dijiste que si pudieses hablar con los muertos les dirías que me odias, que te he jodido la vida, que ni siquiera me salvó que me quisieses tan fuerte que te dolía.
Entonces te dije que jamás se me ocurriría dejarte solo, que no encontraría valor para irme, sobre todo sin saber a ciencia cierta si cabe la posibilidad de volver a estar juntos alguna vez, aunque sea de una manera diferente a esta.
También me has dicho demasiadas veces que te hace daño cuando lloro, cuando no salgo de mi habitación en días, cuando no hablo, cuando no como. Cuando apenas existo, a fin de cuentas. Y no lo sabes, pero me destroza cada vez más que me mires con esa carita cuando lloro, que tus ojos me griten que te estoy matando mientras tú haces esfuerzos sobrehumanos para sonreírme.
Supongo que eso es lo más duro, ver que me he estancado y que no te dejo avanzar, que te has estancado conmigo, por mí. Y no creo que sea justo que estés pagando algo que no te corresponde, cuando solo tienes culpa de haber coincidido conmigo en esta vida. Y no quiero que soportes mis infiernos, amor, quiero que seas feliz por mí, que empieces a vivir de una vez, que dejes atrás todo esto. Yo seguiré enamorada después de muerta, te lo prometo. Y ni siquiera necesito que me prometas lo mismo, solo que intentes perdonarme, que intentes entenderme, que hace ya meses que me limito a respirar y comer de vez en cuando, a llorar todo lo que me pesa aquí dentro, tanto que he llegado a pensar que me quedaría sin lágrimas. Pero siempre queda alguna.
Que no lo he superado, que no he sabido hacerme mayor, y quizá esté defectuosa y no sirva para tener un futuro.
Te quiero, ¿vale?, te voy a querer siempre. Una vez me dijiste que si lo dejábamos y algún día tenías una niña, le pondrías mi nombre. Piensa eso, ¿vale?, piensa que me he ido lejos, que te he dejado para dejar de hacerte daño.
Y ponle mi nombre, y quiérela tanto como a mí, y de la misma forma en la que la hubiese querido yo. Y, por favor, cuéntale cuentos.
Y así sabré que no me has olvidado, ella será tu ángel, quizá yo pueda cuidarte desde el cielo a través de ella. 
Ojalá tenga tus ojos, ojalá la mires y puedas imaginar lo que yo he sentido siempre al verme reflejada en los tuyos, ojalá quede algo de mí en ella, o en ti, o qué se yo.
Te diría que lo siento, amor, pero lo único que siento es que no vayas a volver a abrazarme, que no vuelvas a acariciarme el pelo y a darme besos en la nariz, que no vuelvas a cogerme la mano por el parque, que no me hagas más el amor hasta el punto de olvidar hasta mi nombre. 
No te olvides nunca de que te quiero, prométemelo. Y dejaré de tener miedo.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Peter Pan en lo alto de la estantería, Campanilla en el cabecero de la cama.

He estado recogiendo mi habitación, haciendo que parezca un poco más acogedora. Es triste que en esta casa me siente como una extraña incluso entre mis propias cosas. 
Da la sensación de ser el cuarto de una niña, supongo, una niña que ha tenido miedo de crecer.
No recuerdo prácticamente nada de mis primeros ocho años de vida, y de ahí en adelante mi cabeza ha intentado hacerme olvidar todos los años de sufrimiento. He de decir que lo ha hecho bien, las lagunas que tengo en la memoria son inmensas. Me gusta pensar que he sabido protegerme. 
Supongo que mis cosas cuentan mi historia por mí, y algún día me gustaría ser capaz de contarla, quizá a una hija. Ser capaz de hablarle de mí, al margen del contexto.
Todavía tengo cuentos de hadas, mi madre sigue regalándomelos, entiende que necesito ser valiente para poder avanzar. Peter Pan y Harry Potter en lo alto de la estantería, Campanilla en el cabecero de la cama. Mis caballitos de plástico, la ballena con la que solía bañarme, los juguetes de casi todas las navidades, marionetas, regalos de cumpleaños, medallas de cuando competía, fotos, una réplica de Marte colgando del techo. No recuerdo a penas nada, todo lo que sé es lo que me han contado.
Me da miedo olvidar, y supongo que por eso lo guardo todo, es una manía bastante personal. Supongo que por eso lo escribo todo.
Tengo los billetes de avión a Varsovia, los de ida y vuelta de Roma, fotos del Vistula, guias turísticas, CDs con fotos, el permiso de mi padre para salir del país siendo menor. El mapa de Polonia, de África, el plano de mi ciudad. La bufanda del equipo de fútbol polaco que compré en el aeropuerto, los dibujos que me hizo la pequeña Annia. Me pregunto si se acordará de mí. De la española cariñosa que le hacía cosquillas, y que se encariñó tantísimo con ella a pesar de no entenderse en ningún idioma. Ni siquiera sabía hablar. Ojalá siga siga igual de valiente.
Tengo los boletines de notas de todos los trimestres de bachiller, el título firmado por el rey, los papeles de inscripción de la universidad, las preguntas de los exámenes de selectividad. Los dibujos de mi hermano, todos los que me ha ido regalando y todos los que he logrado rescatar. El discurso que me mandaron escribir para el día de la graduación, el discurso que no pude acabar de leer porque rompí a llorar. La añoranza, la nostalgia, el echar de menos fuerte. Los vestigios de aquella época en la que llegué a creer que podría cambiar el mundo yo sola. 
Las chucherías que él me regaló después de su primer ingreso, de la primera vez que sus pulmones decidieron dejar de funcionar. Las mil cartas que le escribía años antes de atreverme a salir con él, las que nunca fui capaz de darle, todas con fecha y firma. Era amor, estúpida, era amor y no quisiste creértelo. No me habría personado nunca si lo hubiera perdido. No sé qué sería de mí ahora, prefiero no saberlo.
Eso es lo que soy, quizá. Un revoltijo de ideas que ni siquiera tienen sentido, que no pueden ordenarse ni clasificarse, pero que se aferran a las paredes de mi alma como a un clavo ardiendo. Me hacen falta, me recuerdan quién soy, pero sobre todo quién quiero ser.
Es doloroso intentar recordar y encontrar solamente vacío, un vacío inmenso de años transcurridos como un suspiro. Los peores años de mi vida, y el miedo que me da recordar. Quiero pero no puedo. Quiero pero no debo. No quiero. No estoy segura.
Prefiero creer que puedo vivir obviando esa parte, pero es más que obvio que no es así, que conforma todo lo que soy. Mis miedos, mi inseguridad, mis traumas, mis ojos tristes. La necesidad de llorar sin motivos aparentes, cuando todo parece marchar bien. La inestabilidad emocional, la dependencia afectiva. La falta de autoestima, la sensación de abandono.
No puedo huir de eso, son los cimientos de mi persona. Si acabase con ellos todo lo demás se vendría abajo, no quedaría nada. Me habría arrancado las entrañas pretendiendo coser mis alas.
Qué fácil parece sonreirle a todo el mundo y vivir como si nada me afectase nunca. Como si pudiese escuchar siempre sin que nadie tenga tiempo para escucharme a mí. Como si de verdad pensase que hay futuro más allá de esta mierda.

Mis alas. Joder, dónde se habrá metido mi ángel.


miércoles, 3 de diciembre de 2014

Seguiré buscando esas luces. Seguiré sin encontrarlas.


He estado mirando fotos de navidad en internet. Supongo que soy así de auto destructiva, pero es por lo que acabas de decir, necesitaba sentir algo. Total, no le hago daño a nadie. Odio diciembre y todo lo que ello implica. Siento rechazo hacia todo lo que tiene que ver con familias felices haciendo cosas de gente feliz. Odio las lucecitas, los pinos, los belenes, el acebo, el mazapán. Todo, prácticamente todo.
Me siento muy sola todo el año, muy vacía. Tengo una obsesión con la navidad que tiene pinta de ser grave.
Luces, siempre intenté encontrar luces. Nunca las encontré. Cuando era pequeña, muy pequeña, mi padre me ponía estrellas en el techo para que brillasen por la noche.
Ojalá recordase algo más. Ojalá hubiese algo a lo que pudiera aferrarme, algún sentimiento, lo que fuera. No hay nada. Solo vacío, oscuridad, una niña persiguiendo unas luces que nunca brillarán para ella.
Las navidades nunca han sido felices desde que puedo recordarlas. Recuerdo poner turrón y leche con galletas en la encimera de la cocina para que los reyes magos y sus camellos recuperasen fuerzas. Recuerdo ir corriendo al cuarto de mis padres a despertarles porque el salón estaba lleno de regalos. Recuerdo la magia. Intento recordar a mi hermano, pero no tengo ninguna imagen suya siendo feliz. Y me destroza.
Después, solamente gritos, alcohol, drogas, mi madre escapándose de casa en nochebuena, mi madre que en año nuevo todavía no había vuelto. El alma que se me iba descascarillando hasta que los pedazos empezaron a clavárseme en el corazón. Una tristeza más profunda que cualquiera de mis abismos. Desencanto. Desilusión. Desamparo. Más drogas. Esperar sentada en el suelo de la cocina a que sonase el teléfono, malas noticias, lágrimas, abrazarme las piernas y llorar. Nadie parecía darse cuenta. Sigo sin recordar a mi hermano, sé que era demasiado pequeño, me pregunto dónde estaba mientras yo lloraba.
Odio las películas americanas de Navidad. Siempre lloro. Malditos hijos de la gran puta, qué felices parecen. Imagino casas con la calefacción a tope, adornos, regalos, risas, abrazos,  familias felices. Me gustaría saber qué se siente cuando tienes algo a lo que poder llamar familia. Siempre imagino esa situación a miles de kilómetros de aquí, como si fuese demasiado bonito como para ser cierto, como para ocurrir tan cerca.
Él me abraza y me dice que él será mi familia, que lo será siempre, que puede darme lo que no me ha dado nadie. Dice que nunca más voy a estar sola, que el dolor se irá del todo. Creo que solo me siento en casa cuando está lo suficientemente cerca para notar sus latidos. Hace que sienta que pertenezco a algún lugar, que no estoy tan perdida.  Quiero que él sea mi familia, que lo sea todos los días, que siga escuchándome y siendo valiente por mí, por los dos. Que no tenga miedo de mirarme a los ojos y entender que hay cosas que sencillamente no se pueden arreglar. A veces tengo la certeza de que si echo a andar y mi alma sonará como si agitase una cajita llena de cristales rotos. 
Ojalá pudiera arrancar la maldita hoja del calendario y olvidar que alguna vez existió diciembre. Pero no, me va a perseguir hasta el día en que me muera.
Seguiré buscando esas luces. Seguiré sin encontrarlas.
Los psicólogos dirían que es a causa de mis carencias afectivas, yo digo que los ángeles se olvidaron de mí, que se encargaron de destrozarme la vida, que ese infierno no voy a ser capaz de superarlo. 
Que me asomo al precipicio, y todo lo que veo es soledad y desilusión. 

No sabéis el daño que me hacen las luces de navidad iluminando las calles.



Debería haber un mes alternativo para todos aquellos que somos alérgicos a diciembre. Ni siquiera sé si somos muchos, y en realidad no me importa en absoluto, lo único que yo quiero es no tener que volver a soportarlo en lo que me queda de vida.
Me destroza el alma salir cuando ya está oscuro y ver encendidas todas las malditas luces navideñas, os juro que me arrancaría la piel a tiras solo por no verlas, o por poder quedarme el mes entero en casa, sin salir de la cama.
Me asfixia toda esa gente, el olor a castañas asadas, los escaparates de las tiendas abarrotadas de gente, las figuritas de chocolate de los reyes magos, los niños felices, los villancicos. Odio absolutamente todo. Por no hablar de las cabalgatas del día de reyes, esas que voy a ver por puro masoquismo sabiendo que me va a tocar aguantarme las lágrimas de principio a fin.
Mi ciudad se convierte en un jodido infierno para mí, y ya paso de intentar engañarme, lloro como una idiota cuando voy sola por el casco viejo. Y cuando voy por el centro, también.
No sabría decir si lo que siento es odio, quizá sea una profunda nostalgia, una añoranza que ha echado raíces aquí dentro.
No recuerdo ni una navidad feliz. Absolutamente ninguna. 
Diría que de hecho no recuerdo ningún momento feliz a lo largo de mi infancia, pero en navidad se supone que todos tienen derecho a serlo, y todos lo son, mucho mas que en cualquier otra época del año. Y no, a mí me arrancaron esa derecho hace tanto que tampoco lo recuerdo.
Tengo ilusión, tengo incluso mas que cualquier niño, la he tenido siempre y sé que la tendré por los restos. Y eso hace que las cosas duelan el triple, que vea magia en sitios que jamás la hubo, y que palpe en el ambiente una felicidad a la que nunca estuve invitada.
Mi madre cobraba la extra y podía pasar semanas enteras sin pasar por casa, mi abuela era demasiado mayor para salir a la calle, mi hermano demasiado pequeño para entender todo aquello. No había regalos, ni turrón, pero lo peor es que no había paseos por la ciudad, ni abrazos, ni ninguna muestra de cariño por parte de una madre ausente que no siquiera era capaz de pasar por casa para ver si sus hijos seguían vivos. Tampoco llamaba por teléfono. Supongo que estaría liada entre vasos de vodka, rayas de cocaína,  heroína y no quiero saber qué más.
La niña que creció demasiado rápido, así me llaman desde que tengo memoria. La que tuvo que buscarse la vida desde los ocho años, la que tuvo que criar a un hermano, la que nunca tuvo amigas porque nunca hubo tiempo para esas tonterías.
Duele, duele y no os hacéis a la idea de cuánto. Duele seguir viendo esa estúpida felicidad que pinta las calles en diciembre, sobre todo cuando yo veo excesos e injusticia. Y lo digo por mí, porque mi vida nunca ha sido justa. Porque os he mentido y sí recuerdo una navidad feliz, solamente una. Y tengo mil espinas clavadas en el alma porque sé que nunca en toda mi existencia volvió ni volverá a haber otra.
Idos con vuestra felicidad a otro sitio, por favor, que yo no quiero verla ni de lejos. No quiero salir de casa y luchar conmigo misma para no llorar, para que nadie se preocupe, para que nadie se moje. En el fondo no quiero hablar de esto, quiero hacer como si fuera una persona normal, como si tuviera algo a lo que llamar familia, como si no supiese nada del dolor. Pero ese jodido desgraciado es incapaz de largarse. Va a vivir aquí, lo tengo instalado en las venas. No hay manera de escapar de algo que me corre en la sangre.
Todavía sigo preguntándome qué he hecho yo para merecerme esto, y por qué no soy una arpía sin sentimientos.
No hay respuesta, me he doy por vencida. Me he cansado de gritarle al cielo. No voy a volver a suplicar.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Nunca dejé de creer en la magia.

Podría escribir mil libros de poemas trenzando cada una de tus sonrisas, pintando los reflejos castaños de tus ojos, cosiendo el ritmo de tus latidos. Poemas que ni siquiera riman, que no son más que simple prosa. Paradojas de la existencia, supongo. Solo sé que hay palabras tan bonitas que son poesía en sí misma. Lo mismo podría decir de la calidez que encuentro en tus abrazos. Y sí, eres cálido. Me recuerdas al sol, especialmente en los días de invierno. Eres reconfortante.
He dedicado gran parte de mi vida a levantar muros de manera inconsciente, sin querer y sin darme cuenta. Muros que me separasen de las cosas que cortan, de las personas que duelen, de los sentimientos que llegan a retorcer el alma, que me dejan incluso sin aire. Y nadie quiere un alma asfixiada, ni a una chica con tan poca fuerza.
Entre muros siempre me he sentido más segura, aunque nunca he sido capaz de querer de la manera más intensa que puedo imaginar.
Tú los echaste abajo todos, como en un dominó. Tardaron en caer, pero cayeron. Y no sabes hasta que punto llegué a sentirme expuesta. Miedo, eso es lo único que tuve dentro durante semanas, miedo de dejar que todo se viniese abajo y yo quedase tan indefensa como al principio. Las personas en general me dan miedo, pero tú eras mil veces peor que todas ellas juntas. Porque volqué en ti todo lo que tenía dentro, hasta que lo único que quedaba era tu nombre, y de vez en cuando el recuerdo del cosquilleo que sentía en el estómago cuando me cogías de la mano y me mirabas a los ojos. A día de hoy me sigue costando aguantarte la mirada, pero te prometo que algún día seré capaz. Nunca he sido tan franca con nadie como lo soy contigo, como me sale ser contigo, y siento que podrías leerme en los ojos todo lo que pienso.
Pensaba en mis muros sin entender que tú también tenías los tuyo, y si lo pienso en frío quizá fueras tú quién debía tener más miedo. Los tuyos son más altos, y estoy convencida de que también son infinitamente más fuertes. Y no, sería ridículo intentar derribarlos, pero de alguna manera he logrado colarme dentro. No encuentro una metáfora más apropiada, es exactamente lo que siento, que he llegado a donde no ha llegado nadie. Y no había encontrado tanta seguridad en ninguna otra parte. Sabes que te confiaría hasta mi vida, que es lo único que tengo que merezca la pena.
Ojalá entendieras lo que sufro cuando sé que sufres. Es difícil ver que eres vulnerable, y es difícil asumir que es por mi culpa. Que sin mí serías más fuerte. No sé cómo lo he hecho, pero he encontrado un resquicio, una grieta en tu indiferencia. No sé si soy importante, no creo que lo sea. No tanto como para influir en la vida de alguien como tú, en tus decisiones, en lo que sientes. A veces me preocupa que te asuste saber que me quieres tanto como para dejar de ser la persona que eras. Me preocupa que te vayas, que te sientas más seguro sin la carga que supone quererme.
He llorado de felicidad por ti, amor. He sentido tanta emoción que se me desbordaba dentro del pecho, tanta ilusión que parece imposible que quepa en un cuerpo tan pequeño. Hasta me tiemblan las manos. No tengo palabras, es difícil que alguien como yo no encuentre las adecuadas, pero creo que ni siquiera existen, creo que las hemos inventado tú y yo juntos. Son demasiado grandes y demasiado complejas como para representarlas con simples letras. Sé que va a haber una parte de mí que va a ser tuya para siempre, por no decir toda yo. Has conseguido lo que no ha podido nadie, sé que soy plenamente feliz cuando me tocas. Siento que nada va a ir mal, que nada va a hacerme daño, que vas a estar ahí para mí. Para volver a salvarme las veces que sea necesario. Como un ángel. Para decirme que me quieres cada vez que todo lo demás pierde el sentido.


Nunca dejé de creer en la magia, y ahora estoy segura de que magia es lo que siento cuando me abrazas.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Reencuentros.

Recuerdo que cuando era muy pequeña, mis abuelos me sacaban el balcón para ver los fuegos artificiales. Cogían los cojines de las sillas de la cocina y la manta del salón, y se sentaban conmigo muchas de las noches de julio. Me daba miedo quemarme. Estaba segura de que ese ruido tan fuerte podía hacer que las chispas de colores llegasen hasta el séptimo piso donde ellos vivían. Mi abuela me cogía fuerte de la mano, y mi abuelo se reía y me alborotaba el pelo, y entonces sentía que no iba a pasarme nada, que no iban a permitirlo. Aún así, muchas veces acababa escondida dentro de casa, viendo las luces desde el otro lado del cristal. La feria era en la ciudad, a más de dos kilómetros, pero daba miedo.
Quince años después, sigo enamorada de aquel balcón. Sigo buscándolo cuando me hace falta pensar, cuando necesito llorar sin preocupar a nadie. En casa todos saben que para mí es un refugio, y respetan la soledad que busco cuando salgo. A veces se sientan conmigo para hablar de la vida, de los golpes que da, de lo valiente que hay que ser para seguir jugando. Mi abuela siempre ha sentido por mí un respeto que no creo que me merezca. Me ha visto salir de agujeros muy profundos, encarar situaciones demasiado difíciles. Yo era una niña cuando el mundo se me vino abajo, y ella siempre supo darme abrazos y consuelo. Madura, eso dice que soy, una chica con las ideas claras y la cabeza amueblada, desde que tenía menos de diez años.
No sabe que soy más débil da lo que cree, no sabe que a veces me siento tan vacía que me asusta, ni que me da miedo vivir. No sabe que me quedé estancada cuando mi madre se fue, ni que jamás he podido remontar, que demasiado a menudo todo es más fácil escondida detrás del cristal, viendo la realidad con un filtro que hace que todo duela un poco menos.
Luces, siempre habla de mis luces, dice que las llevo dentro. Que me brillan los ojos de una manera especial, que ninguno de sus nietos tiene unos ojos como los míos. La mirada de alguien que no se atreve a dejar de sufrir, que no acaba de encontrar su propio camino. De alguien lo suficientemente idiota como para olvidarse de sí misma para hacer feliz al resto, aunque ella simplemente dice que soy demasiado buena para un mundo demasiado malo.
Y no lo sé, puede que sea verdad, la gente mayor es la más sabia.
De momento ma quedo con mi balcón y mis ventanas abiertas, viviendo contra las cuerdas, con las lucecitas que se ven en la ciudad a las cinco de la mañana, las historias que cuentan las estrellas, la tranquilidad que trae el viento.
La compañía
de estar conmigo misma, como quien se encuentra con una vieja amiga.

domingo, 19 de octubre de 2014

Me pregunto cuándo volverás a hacerme lo que el invierno les hace a las amapolas.

Me pregunto cuándo volverás a hacerme lo que el invierno les hace a las amapolas.
Destruirlas, con infinita delicadeza, acabar con ellas, congelarlas.
Quizá conservarlas.
Como si quisieras detener el tiempo y encerrar ese instante en una vitrina de cristal. Exponerlo como quien expone algo bonito, algo que merece la pena.
Quizá hacer lo imposible para recordarme, a pesar de saber que no nacimos para estar juntos, sino para atraer desgracias y causas perdidas.
Y qué tendrán las amapolas para que el invierno llegue a adorarlas tanto, para que incluso llore al ver cómo mueren.
Para que recoja sus pétalos para hacerse una corona de lágrimas.
Sin pensar que, a pesar de ser amapolas, también tienen espinas.
Como nosotros, amor.
Hay que ver lo que dolíamos.

jueves, 16 de octubre de 2014

Si dejo de esperarle, ya no me quedará nada.

"-Me hace gracia esa costumbre tuya de poner la cama bajo la ventana, pero ¿por qué no bajas nunca la persiana?
-Es por si viene Peter. Para que no la encuentre cerrada.
-Preciosa, Peter Pan no... Ey, no llores, ¿qué pasa?
-Ya lo sé, ya lo sé. Pero déjame creer, por favor, deja que siga haciéndolo. Si dejo de esperarle, ya no me quedará nada."

Que se ha ganado el cielo.

Que se ha ganado el cielo, por llevar en los hombros más peso del estrictamente necesario, por no sucumbir al impulso de asomarse a la ventana y dejarse caer con la excusa de querer remontar el vuelo. Que cada una de esas jodidas lágrimas vale más que cualquier milagro, que le queman en la piel y acaban con la poca luz que le queda dentro. Que el peso de los días se le nota en esas ojeras que amenazan con no irse nunca.
Y qué fácil es decir que le brillan los ojitos, cuando no se sabe la oscuridad que tiene dentro, ni la cantidad de noches que ha pasado intentando convencerse de que las cosas algún día saldrían bien. Ese día jamás llegó.
Que, en el fondo, jamás hizo nada malo, jamás ha merecido esto. Que lleva en las manos las marcas de mil derrotas, de haber perdido tantas batallas que ya ni las recuerda todas. Que ninguna de esas guerras era la suya.
Que es pequeña y se siente sola, que se rodea las rodillas con los brazos para encontrar algo de ese calor del que todos hablan.
Amor, amor creo que lo llaman. Que los espejos también lloran cuando busca en ellos esa alegría que algún día estuvo ahí, pero solo encuentra unos ojos enormemente tristes y un amago de sonrisa muerta. Supongo que es bonita. Que, después de todo, si que parece que tenga luz.
Que se ha ganado las alas.
Que las merece más que ninguna.
Dónde se habrá metido su ángel.

Ya no sé ni qué es lo que siento frente a un folio en blanco. Estoy casi segura de que es miedo.

Se me han acabado las primaveras. No encuentro tinta que exprese tal falta de sueño, ni tanto derroche de amor del que duele. Porque, las cosas bonitas, duelen. Y si no duelen es que no se entienden, que no han llegado a calarte hasta el alma. Y en el alma todo es diferente, tiene un filtro distinto, cambian los colores, las tonalidades y hasta las melodías. Es sencillamente otra realidad paralela, y nadie tiene tiempo para esperar a que llegue el infinito y ambos mundos se fusionen, aunque solo sea por un instante.
Ese instante, que sería suficiente para cambiarlo todo. Para mirar las flores de los cerezos y, al fin, verlas. Para comprender que el cielo y el mar son la misma cosa.
Para descubrir que hay demasiada musa suicida que sueña con que un poeta la encuentre en cada suspiro y al doblar cualquier esquina, pero no tiene valor para dejarse encontrar.
Ni para dejarse morir.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Volamos sin alas. Las llevamos cosidas al alma.

Entonces cierra los ojos, echa la cabeza hacia atrás y gime, todo el mismo tiempo. Y es más de lo que puedo soportar, me sobrecoge verle así. Me mira a los ojos y me dice que me quiere sin necesidad de articular palabra. Y yo le entiendo, y es absolutamente perfecto.
Pone sus manos en mis caderas y me marca el ritmo muy despacio. Soy completamente arrítmica, pero si cierro los ojos puedo acompasarme con la frecuencia de su respiración. Me recorre muy despacio con los labios, me besa el pecho, me redescubre una y mil veces mientras enreda los dedos en mis pelo. Traza un mapa del tesoro a la altura de mi cuello, me muerde la parte superior de la oreja, baja muy suave por la clavícula y se detiene en mi garganta. Sigue suspirando fuerte mientras lo hace, gime, cierra los ojos. Y yo me dejo hacer. Busco desesperadamente su boca y le beso incluso cuando no puedo dejar de gemir. Dice contra mi boca que me quiere, y le respondo tan pronto como me veo capaz, entre una respiración y otra.
Pasea sus manos por mi espalda, desde los hombros hasta la cintura, me hace caricias, consigue que solo existamos él y yo, que deje de importar el mundo, que el infierno sea un imposible en comparación con el cielo que me regala en cada suspiro. Vamos a encontrar Nunca Jamás, lo sé. Y para qué engañarnos, nunca hemos sido tan niños como cuando estamos juntos. Las segunda a la derecha, pero nadie me dijo que las estrellas eran sus ojos. Y ahí está, esperándome a mí, mi casa.
La nostalgia de mil noches durmiendo con la ventana abierta, buscando esa luz en el cielo, esperando a que viniese a por mí. Y quizá Peter no aparecía porque ya lo tenía conmigo. Nos debíamos demasiados viajes sin terminar, nos debíamos el perder el miedo a vivir, el jugárnosla juntos.
La laguna de las sirenas, el árbol del ahorcado, la hondonada de las hadas, el campamento indio y hasta el barco de Garfio. 
Para llegar solo necesitamos fe, esperanza, y polvo de hadas. Y, aunque no lo creáis, nosotros tenemos las tres cosas.
Me coge las manos, y agarro las suyas muy fuerte. Tan fuerte como si no fuese a soltarlas en todo lo que me queda de vida.
Volamos sin alas, las llevamos cosidas al alma.

Un sábado a finales de septiembre, a quién le importa de qué año.

Esto es lo que se ve desde su ventana una tarde cualquiera. Un sábado de finales de septiembre, a quién le importa de qué año.
Te has enamorado de la niña de los ojos tristes, amor. De la que se asoma a la ventana para ver el cielo por el simple hecho de que está atardeciendo, de que la vida entera parece teñirse de color naranja, rosa, y hasta violeta. Y no sé, los atardeceres me recuerdan a Machado, a esos mil recuerdos felices de una infancia que no he tenido. El atardecer de la vida misma, los momentos previos a morir, la melancolía de todo aquello que jamás ha ocurrido. Nostalgia por una existencia que no ha sido la mía, una nostalgia tan profunda que va a quedarse a vivir en los recovecos más oscuros de mi alma, hasta siempre. Cómo no voy a ser una chica triste. Cómo no voy a aparentar ser valiente y fuerte, cómo iba a dejarme olvidada la sonrisa, si es lo único que tengo además de un folio en blanco y mi propia esencia en carne viva, lista para disparar.
Nadie entiende por qué lloro, pero mientras el sol expira y hace que las sombras se alarguen, mientras pinta de tristeza los destellos de mi pelo, vienes por detrás y me das besos en la espalda. Me abrazas, me meces, consigues que no se vaya el poco calor que me queda.
El futuro es demasiado frío para encararlo si no te tengo conmigo. Vamos a intentar ser felices, pero desde ahora te digo que no creo que la felicidad exista, al menos no como algo permanente. Y jode pensar que lo que nos viene por delante va a ser igual de vacío que lo que dejamos atrás. Ni siquiera sé hablar sin conjugar un nosotros, corazón. Y algo me dice que voy a seguir sola, no hoy, no en un año, quizá no en dos. Pero me es infinitamente complicado creer que vas a quedarte para siempre, que los atardeceres van a ser así de hijos de puta el resto de mi vida, y no vas a estar para quitarme la ropa y hacer que olvide.
Te has enamorado de la niña de los ojos tristes, de la que no tiene ángel, de la que no lo encuentra y, sin embargo, no deja de esperar.

Quizá la vida sea una melodía imposible de repetir.

Estaba en la cama, intentando que llegase Morfeo y me enredase en su suave canto, pero tenía la cabeza demasiado revuelta.
El cielo se encendía cada pocos minutos, se iluminaba de color blanco y parecía romperse entre relámpagos y rayos. Los truenos sonaban demasiado tristes, y escuchaba cómo las gotas de lluvia chocaban contra el cristal de mi ventana y hacían eco al caer en el tejado.
Las tormentas son como melodías, con la diferencia de que es imposible repetir una. Cada una es diferente, y eso hace que sean tan mágicas. Hay que saber escucharlas.
Había estado lloviendo todo el día, y eso ya da por sí era agotador. Estaba cansada, no tenía ganas salvo de convertirse en tormenta y romper el cielo en mil pedazos, hacer que miles de destellos de luz cayesen y llenasen el suelo de fragmentos quebradizos y afilados.
Otro relámpago, y lo que parecía estar envuelto en oscuridad se torna claro. Aparecen las ramas del árbol de en frente, enredadas creando formas imposibles, como un fantasma, un recuerdo que se cerniese sobre mi alma.

Deja que respire tu alma.

Qué pena que no te hayas dado cuenta de que tienes la tormenta entre las sábanas, que te está besando ahora mismo, que se enreda entre tus brazos y asciende por tus piernas, que te cala hasta los huesos y hace que respire tu alma.
Que los truenos suenan como cada vez que chocan nuestras caderas, hacen vibrar el cielo como cuando me restregaba en bragas por debajo de tu ombligo. Los relámpagos iluminan tus manos que se enredan en mi pelo, y llovemos.
No me obligues a hablar, intenta entender sin que hagan falta palabras.
Soy tormenta, amor. Igual de inestable, igual de ruidosa. Siento la electricidad por dentro, la siento correr en ni sangre, me hace llorar incluso cuando no tiene sentido hacerlo. Suelo llover sola, ¿sabes? paso tardes enteras encerrada entre cuatro paredes, chispeando en una lluvia suave y vehemente, a veces rozando la demencia con el filo de los labios. Otras veces duele de otra forma, estalla de repente sin previo aviso, sin que nadie se lo espere. Y entonces grito tan alto que se rompería el cielo, que caería hecho pedazos y jamás se recompondría del todo. Que se entere de lo que jode ser como yo. Generalmente siento dentro la misma atmósfera que la playa en plena marejada, a veces siento las olas romper contra los cristales de mi conciencia, arrasando con todo, soltando los hilos que me atan a la coherencia. Cristales de hielo frío se me incrustan en los pulmones, y no consigo respirar. Pero sigo llorando como alma atormentada por el diablo, persiguiendo metáforas escondidas en el viento, serpenteando entre árboles de locura.
Prefiero que llovamos juntos, ¿entiendes? Es como la lluvia de finales de verano, amor, cuando el sol asfixia, y a las tardes llueven cortinas de agua recia que se lleva las pesadillas y despeja la mente. Es agua de vida, corre en remolinos en mis entrañas y hace que resurjan mis ganas de seguir viviendo.
Saltaría al vacío y por fin sería libre, así es como he decidido que empiece mi historia.
Amanecer anclada en tu pecho, con el pelo revuelto de poesías. Y que fuera siga desplomándose el firmamento, que no cese la tormenta.
Hazme gritar, y al fin tendremos banda sonora.

Háblame de amaneceres y tormentas.

Sé que piensas que soy una niña cuando te pido que me cuentes cuentos.
Necesito que me hables de amaneceres, de tormentas, que me pintes el cielo con tonos pastel, con carboncillo, como cuando hacías retratos y pasabas horas sumergido en un folio, defendiéndote del mundo con un pedacito de carbón. Me gustaba verte pintar, era algo realmente tranquilizador, sentía como le salían alas a tu alma y de vez en cuando notaba caricias en la mejilla, tus miedos volaban lejos y me besaban en la frente prometiéndome no regresar nunca. Sabían que no ibas a volver a necesitarlos.
Era bonito intentar acompañar con palabras cada uno de tus trazos.
Cuéntame un cuento, pero que no sea de princesas.
Háblame de la lluvia, de cómo se mecen las mareas, del plenilunio, de caballos alados, de deseos que se cumplen. De amor, háblame de amor.