miércoles, 18 de noviembre de 2015

Nadie

                                                                                                         5 de junio de 2014


La habitación estaba oscura, y los rayos de luna entraban por las ventanas. Ni siquiera necesitaba persianas, no podía vivir sin ver el cielo. Estaba sentada en la cama, con los reflejos mortecinos que se colaban por el cristal acariciándole las mejillas, haciendo que su pelo pareciese hecho de hilos de plata.
La noche se convertía en día solo para ella.
Miraba al cielo, como cada noche desde hacia demasiados años, tantos que su memoria no llegaba a recordarlos todos. Había intentado ahogarlos todo en alcohol, alejarlos para que jamás volviesen.
Le brillaban los ojos, había estado llorando, como ya era costumbre en ella. Tenía los ojos tristes de quien ha  sufrido más de la cuenta. Sonreía con su sonrisa rota, con la seguridad de quien ha aprendido a hacerlo sin sentirlo, sin sentir absolutamente nada, en realidad. De quien ya no tiene miedo de la muerte.
La luna brillaba para ella, porque sabía que era quién más necesitaba saber que en alguna parte existe la luz, aunque todo parezca tan oscuro que tiembla solo con pensarlo. La luna sabe que necesita creer, las estrellas juegan a parpadear cuando ella las mira. La segunda a la derecha. La segunda a la derecha es su verdadero hogar, ¿sabéis? Es triste, pero también es bonito; en vida tan solo encontró el lugar al que llamar hogar escondido entre las páginas de un libro. Había sentido ese calor familiar, esa sensación de cariño y calidez en otros sitios, pero ninguno de ellos era real. Un colegio encantado cuya torre de astronomía amenazaba con rozar el firmamento, la casa de la mujer del herrero en un pueblecito del pirineo, las runas de Isabelle Lightwood, el pozo de Osadía, la fortaleza de Limbad con Chris Tara de fondo. Incluso dentro de un Jeep Comander, entre los brazos de un ángel caído convertido en custodio.
Pero ninguno era como Nunca Jamás, nada conseguía igualarlo. Porque su aventura personal era la de ser para siempre una niña. Y la única persona con la que estaba dispuesta a pasar el resto de sus días, se llamaba Peter Pan. Y ahí residía toda su belleza.
A fin de cuentas, nunca dejó de ser una niña perdida, que seguiría estándolo hasta que no le quedase otro remedio. Y, ¿sabéis? los niños que se pierden y no son reclamados en una semana, tienen un vuelo directo a Nunca Jamás, por cortesía de esas señoritas tan hermosas que son las hadas.
Y a mí quién iba a reclamarme, si ni siquiera supieron que me había perdido. Se me acabó el plazo, y no vino absolutamente nadie.


Ni siquiera las hadas.

Quién querría a una chica con el alma rota.







Ella

                                                                                                   15 de mayo de 2014


Cómo explicaros que hace ya días que hay algo que no marcha.
Que tengo algo aquí dentro que ha dejado de funcionar, o que quizá no funcionó nunca y ha empezado a hacerlo ahora. Sí, puede que sea eso, que tengo aquí dentro algo que hasta ahora estaba roto y ahora sin preguntar ni pedir permiso, sin ninguna ayuda, se ha arreglado. Ya os digo que podría ser al contrario, porque a cada paso que doy voy perdiendo fragmentos de cristal, y desde luego que al menos en lo que a mi alma respecta, no pide permiso tampoco para romperse.
Lo que quiero decir es que no sé que pasa. Quizá mirarme al espejo sea hoy un poco más triste de lo habitual, quizá sea que todas las cosas terminan, por muy bonitas que sean.
No tengo ganas de escribir. Pensaba que no iba a pasarme, pero ha pasado. Como el invierno, que ha pasado de largo sin ni siquiera dar las buenas noches, que parecía no acabar nunca y mira, resulta que hay flores blancas en el porche. Tan blancas que diría que son escarcha. Quizá el problema sea que me he convertido en invierno y la primavera me ha arreglado, pero a la vez me ha hundido, y no sé hasta qué punto es malo. O bueno.
Sigo pensando en ella, ¿sabéis? En encontrarla al doblar cualquier esquina, en encontrar a la chica del pelo rojo y los ojos brillantes. La de la sonrisa triste. Pero espero que si llego a encontrarla, esté contenta, que se ría como antes, y hasta los gorriones se giren para mirarla y reír con ella. Que siga despeñándose por abismos de compases, de melodías y de puntos y a parte. No sé, que sea ella. Que sea yo, que quizá me tenga delante y aún no me haya visto, o quizá no me he reconocido. El caso es que ya no encuentro metáforas ni rimas, y quizá sea que estoy más cerca de lo que pienso. OCómo explicaros que hace ya días que hay algo que no marcha. Que tengo algo aquí dentro que ha dejado de funcionar, o que quizá no funcionó nunca y ha empezado a hacerlo ahora. Sí, puede que sea eso, que tengo aquí dentro algo que hasta ahora estaba roto y ahora sin preguntar ni pedir permiso, sin ninguna ayuda, se ha arreglado. Ya os digo que podría ser al contrario, porque a cada paso que doy voy perdiendo fragmentos de cristal, y desde luego que al menos en lo que a mi alma respecta, no pide permiso tampoco para romperse.

Lo que quiero decir es que no sé que pasa. Quizá mirarme al espejo sea hoy un poco más triste de lo habitual, quizá sea que todas las cosas terminan, por muy bonitas que sean.
No tengo ganas de escribir. Pensaba que no iba a pasarme, pero ha pasado. Como el invierno, que ha pasado de largo sin ni siquiera dar las buenas noches, que parecía no acabar nunca y mira, resulta que hay flores blancas en el porche. Tan blancas que diría que son escarcha. Quizá el problema sea que me he convertido en invierno y la primavera me ha arreglado, pero a la vez me ha hundido, y no sé hasta qué punto es malo. O bueno.
Sigo pensando en ella, ¿sabéis? En encontrarla al doblar cualquier esquina, en encontrar a la chica del pelo rojo y los ojos brillantes. La de la sonrisa triste. Pero espero que si llego a encontrarla, esté contenta, que se ría como antes, y hasta los gorriones se giren para mirarla y reír con ella. Que siga despeñándose por abismos de compases, de melodías y de puntos y a parte. No sé, que sea ella. Que sea yo, que quizá me tenga delante y aún no me haya visto, o quizá no me he reconocido.

El caso es que ya no encuentro metáforas ni rimas, y quizá sea que estoy más cerca de lo que pienso.
Ojalá esta vez tenga suerte.






martes, 17 de noviembre de 2015

No es el final

No puedo dejar de referirme a mí misma evocando tormentas. Y la verdad es que no sé por qué, si siempre me he conformado con verlas a través del cristal de la ventana de mi habitación, tapada hasta el cuello con mil mantas y pensando en que jamás saldría a bailar bajo la lluvia como en las películas, porque, a fin de cuentas, eso es una locura. Las tormentas siempre están ahí, ¿entiendes?, quiero decir que es un continuo, que a pesar de haber contemplado el sol durante días es previsible que antes o después llegará el agua, en un ciclo vital incesante. Las tormentas de verano personifican mis peores desastres, el llanto fuerte que llega y colisiona conmigo con la fuerza de un puto ciclón, y me hace llover de manera intensa durante horas, dejándome la piel llena de surcos por los que el agua avanza, y que llegados a un punto se esfuma tan inesperadamente como había llegado. Sin embargo las peores son las precipitaciones de invierno, que pueden durar días de lenta agonía, imposibilitando ver el más leve rastro de luz solar. Demasiadas nubes durante demasiados días, muy pocas horas de descanso antes de retomar el desasosiego, entre un tormento y el siguiente. La lluvia en otoño es una nueva variante de depresión, y en invierno se intensifica tanto que tan solo se me antoja conocer la felicidad en forma de muerte. Decadencia lenta sumida en lo más profundo de mi caos, en un rincón de mis abismos que nadie osaría pisar. Demasiada tristeza en un cuerpo tan pequeño. Nubarrones negros incrustados entre las costillas y humedades constantes y frías en el pulmón derecho. En el izquierdo solo hay charcos. Si fuera una tormenta, mi sistema nervioso estaría compuesto por vientos helados y sueños frustrados. El corazón tendría un ventrículo para las ansias de superación, y otro para las mil novecientas tres veces que me he odiado por haberme rendido. He tardado demasiado en darme cuenta de que puedo yo sola y no dependo de nadie, pero desde que lo supe no he dejado de esperar que alguien llegase y me dijese que, a pesar de ser suficiente yo sola, le haría feliz acompañarme. Y no.
Si puedes sola, sigue sola, a pesar de que tengas la mirada rota de tanto suplicar un acompañante que te coja de la mano para recorrer las calles de la vida y las dudas de la existencia.
Como alguien me dijo alguna vez, y a pesar de seguir sin creérmelo a día de hoy, si el final no es feliz significa que no es el final.





lunes, 16 de noviembre de 2015

Que deje de dolernos la vida

Y qué pasa si mi lugar está en unas manos que nunca se atrevieron a tocarme. Si el tesoro de Garfio está escondido en la encrucijada de lunares de otra espalda.

Soy un caos tan oscuro como los versos de mis noches sin luna, tan enrevesado como un nudo de zarzas y otoño. Yo era de las que se enamoraban tres veces sin haber logrado llegar al final de la calle, una chica de sonrisa fácil y consuelo difícil, de las que dejan poemas atados en las farolas para las almas en pena que coleccionan amor hecho palabras, adictas al consumo de unas letras que sientan como un chute de morfina, que hacen que deje de dolernos la vida.

Que deje de dolernos la vida.

Y mírame, que en medio de una avenida me di de bruces sin haberlo planeado con unos ojos que me dolieron tanto que decidí que jamas volvería a doblar la esquina. Que seguiría subida a esos zapatos viejos que me dejan ver el mundo tres centímetros por encima de mis posibilidades, dándome ese pintalabios que no me dura ni dos asaltos y pintándome con ese rímel que solo sirve para que el espejo sepa cuántos días llevo aguantándome las lágrimas -y cuánto falta para que vuelva a estar perdida-. Hubo un tiempo en el que al caer la noche se me llenaba la cama de musas, se metían entre mis sábanas y me follaban arrancándome del alma unos gemidos que jamás han llegado a arrancarme de la garganta -y no por falta de ganas, sino de alas-. Y bailábamos, ellas me sujetaban al suelo y me besaban las plumas, y escribía como quien vuela, o quizá como quien huye.
Y qué sé yo. Quizá siga siendo como el mar aferrándose a un faro con las luces fundidas y mis barquitos de papel hayan ido a naufragar a otro puerto.




martes, 3 de noviembre de 2015

Las ganas que tengo de ser yo quien las saque a bailar.



Cada vez que cierrolos ojos me pregunto cuantas galaxias escondera el cielo de tu boca, y a cuantos pajaros dará cobijo. Si existirá vida mas allá de tus manos y si a alguien le interesaría realmente buscarla. Si entraste a mi vida como un cometa, llegando hasta mismísimo centro de mi ser con un primer y único impacto que causó catástrofes en mi superficie. Si acabare por morirme de ganas de pisar la tuya. Pero sin banderas, que eso es cosa de otros. No vine a conquistarte la vida, sino a compartir contigo la mia. Mi vida y todos los besos que me quedan hasta acabarme. A dónde van a romperse las olas, si mis puertos son todos metafóricos y los tengo guardados en el pecho y ordenados por orden alfabético. Ojala pudiera decir lo mismo de mis andares, de mi caminar pisando fuerte pero de puntillas, mis ideas, mis botas y mis cuadros, mi pelo siempre revuelto y mis noches de jugar a no ser. A veces dejo de preguntarme qué ves en este precipicio. Ojalá pudiera explicarte la manera en que me bailan las palabras y las ganas que tengo de ser yo quien las saque a bailar. Pero nada, que no hay manera. Hasta ellas saben lo jodido que es encaminarme, y eso que me las he ido sacando del corazón con todo el cariño que he podido, aunque a veces haya sido a estirones y a lágrimas. Ya no quieren venir a mi forma de obligarme a soñar, mirando a la luna y creyéndome esas películas que dicen que la felicidad se alcanza en siete pasos. En siete polvos, diría mi niña interior, que ríe fuerte con estas cosas de mayores. Estoy desarrollando una afición muy poco sana por contarme cuentos a mí misma antes de quedarme dormida, para después no ser capaz de luchar por ellos. Pero por ti sí. Porque yo qué sé, puede ser que el precipicio sea de colores fríos, o que retumbe Scorpions a toda hostia, o que sepa a helado y besos de sal en un banco de una ciudad con playa, un día de finales de verano, después de haber jugado a ser de manera conjunta. Dirás que no tengo sentido, diré que nada lo tiene. Pero si quieres podemos buscarmelo. Tengo toda la vida, tú solo encuentrame en cada abrazo. Te prometo que estoy volviendo.