jueves, 10 de agosto de 2017

52 Hz.

Las ballenas cantan en una frecuencia de entre 10 y 39 hercios.
Los seres humanos decimos que cantan porque emiten patrones de sonidos repetitivos y muy predecibles, parecidos a nuestra manera de estructurar las canciones. 

Hace tanto tiempo que no canto que probablemente al intentarlo me haría añicos la garganta.
No sé si lo que me queda entre las cuerdas vocales es cristal o hielo, pero estoy segura de que al romperse debe doler. 
Hace tanto tiempo que nada me duele que quizá debería cantar para sentir algo. Hace tanto tiempo que nada me importa que lo más probable es que eso tampoco vaya a hacerlo. 

Si tuviera que componer una canción probablemente hablase de lo jodido que es ver la vida desde el otro lado del espejo, detrás de una ventana desde la que se ve pero no se siente. Lloraría por no encontrar el camino de vuelta a mí misma, por ser incapaz de volver y por estar casi segura de que no existen los pasos necesarios para mi regreso por mucho que me sangren los pies mientras los busco.
Lloraría porque todo lo que tengo por dentro es frío. A veces es triste, pero frío, siempre. Y hueco, tan vacío que el más mínimo crujido hace eco. 

Rimaría hasta no poder más, hasta caer dormida y por fin descansar, olvidar que vivo como si soñase, soñar sueños que sean solo eso. Solo sueños. 
Soñaría con cerrar los ojos y sentir calor en el pecho, con compartir besos que me salieran del corazón y llegasen hasta él. Con reír y llorar y reír otra vez y que todo pareciese real. Con colores que cada vez noto más apagados y menos bellos. Con melodías que me llevaran al llanto y no volvieran a serme indiferentes nunca más. Con querer con toda el alma como pensaba que solo sabía hacer yo. 
Con estar juntos y que ya nada pudiese asustarme. Ni siquiera yo me daría miedo. Quizá volviese el sol. 

Soñaría con derretir ese puto muro que no me deja llegar al otro lado. 

Algunas ballenas cantan con una frecuencia de 52 hercios y ninguna otra ballena del océano llega jamás a entenderlas. Ni siquiera las oyen.
Están completamente solas durante toda su vida. Incomprendidas, empujadas al aislamiento desde que nacen hasta que mueren. Empujadas a vivir sin estar viviendo. 

No quiero pensar más en mí misma como si fuera una ballena muda. 
No puedo dejar de pensar en el resto como si fueran ballenas sordas. 
Que ni me ven
Ni me oyen. 
Ni me entienden. 
Ni lo intentan. 

Nunca lo han intentado. 




domingo, 26 de marzo de 2017

El azul es un color cálido

Era azul como el agua del mar en un día de tormenta en diciembre, tan fría y tan cambiante como hielo en un gintonik. Tan insumisa como el propio agua. Tan difícil de contener. Tan libre. 

Tenía el pelo azul para poder camuflarse con el oleaje y que nadie le preguntara demasiadas veces qué hacía tantas horas observando el océano desde el Peine del Viento cualquier día del año. Era envolvente como la resaca en la orilla y luminosa como un faro en plena tormenta. Escuchaba los gritos del viento en las rocas y esperaba hasta que el mar rugía y las olas le mojaban la carita despertando vida, como quien saluda a un viejo amigo. Y respiraba el salitre tan profundo que quizá lo lleve pintado en los pulmones. 

Tenía azul el alma y por eso en la orilla parecía ser ingobernable y estar en casa, en un mundo menos feo y en el recodo más seguro de su existencia. Por eso sentía el agua dentro, escapaba como espuma de mar entre los dedos, media el tiempo en relojes de arena y tenía la sal cosida a los labios.

Era toda de colores azules y turquesas bailando pero sin mezclarse, condenados a besarse y distanciarse y besarse otra vez en un continuo. 
Era surcar el mar sin velas ni barcos, intentar contener tanta belleza en unas pocas líneas, abrazar la calma y también la guerra hasta sentirlas parte de sí misma. Era el viento que le enredada el pelo y arrancaba gemidos del arte de Txillida.

Pero ella sabía que los gemidos en realidad eran gritos. Los gritos del mar y sus propios gritos. Gritos antiguos de muertas que lucharon y gritos nuevos de mujeres que luchan. Gritos de revolución.  Gritos de guerra. 



sábado, 25 de febrero de 2017

Deberes

Pensaba que iba a escribir sobre deshielos, pero lo que necesito es hablar sobre despertares.
Me sentía como un manojo de emociones congeladas esperando a que llegase el alba para comenzar a hacerse agua y terminar tan bellos como antes, pero no.
La imagen no estaba congelada.
La vida no estaba en pausa.
Solamente estaba dormida y arrinconada en la esquinita más recóndita y oscura de mi ser, cerrada con cuatro pestillos y nueve llaves.

He vivido desde detrás de un cristal, observándo la realidad pero sin poder tocarla.
He vivido con la cabeza llena de niebla.
He vivido dentro de una pecera sin poder apenas ver ni oír nada que estuviera fuera pero tampoco nada que estuviera dentro. Como cuando metes la cabeza en la bañera y te retumba el agua en los oídos.
He deseado poder parar el tiempo para descansar hasta volver a tener fuerzas mientras caminaba por la calle. Lo he deseado con mucha fuerza. Lo he ansiado. Me ha agotado el mero intento de ir de un lugar a otro. Parar, tumbarme en el suelo, descansar y seguir con mi camino. Como si fuera un videojuego.

Me he sentido fría, insensible, inmutable, indiferente.
Indiferente a todo.
A absolutamente todo.
He vivido en sueños, he soñado que vivía, he vagado sin propósitos ni ilusiones. He respirado, caminado y latido, pero estaba muerta. Tan muerta como una muñeca. Tan no viva. Tan inerte.

A veces siento la energía despertando, la siento golpeando la puerta, ansiando destrozarla y escurriéndose por los huecos más ínfimos. Luchando por ganar terreno, por ser libre y volver a tener el dominio de mi vida, las riendas de mi historia.

Demasiado frecuentemente llega la ola y lo arrastra todo, hasta que el sentir vuelve a estar encerrado y la puerta se vuelve tan sólida que asusta. Y otra vez existo en piloto automático. Intento contactar con mi alma, pero no llego. No la encuentro. No la siento dentro de mí. Esta ahí, secuestrada, amordazada e inducida forzosamente al sueño, lo sé. Tiene estar ahí. Solamente tengo que estirar los dedos para poder rozar su esencia azul. Pero no. Pero nunca. La puerta. Los candados. Las llaves. La oscuridad del rinconcito. El frío. La apatía. El desinterés. La indiferencia más colosal que existe. Tan alta como la luna, tan ancha el océano, tan fuerte como la piedra.
No la quiero. Corro. Corro hasta que me canso pero siempre me alcanza. Me agarra con todos esos brazos helados, me cubre, me atrapa y vuelve a encerrarme en el rincón. Como cuando sabes que estás teniendo una pesadilla y no puedes hacer nada por despertar.

Despertar.

Llevaba tanto tiempo en la jaula que pensaba que la vida se reducía a eso. Que olvidé que existía todo lo demás.
Y dejé de llorar. Dejé de reír. Dejé de estudiar. Dejé de crear. Dejé de amar. Dejé de sentir. Perdí toda capacidad emocional. Me rendí a la indiferencia. Cantó para mí de una manera tan dulce que consiguió hacerme dormir.
Y pasó una primavera.
Y paso un otoño.
Y otra primavera.
Y desperté.
Desperté sin querer.
Desperté aturdida, me asusté, volví a dormirme. El sueño se me enredaba en el pelo y me hacía caricias en las pestañas. Pero yo quería despertar. Quería gritar. Quería salir de ese agujero horrible y sentir el sol en la piel. Quería correr. Y desperté. Y luché. Y huí. Y me encontré conmigo misma mientras me buscaba y me abracé como a una hermana. Y me sentí desequilibrada, enferma. Y temí perder el juicio. Y quise que todo acabara. Y me sentí encerrada. Y lloré. Lloré de alegría y de emoción y de frustración y de miedo. Sobre todo de miedo. De miedo a volver a dormirme y no poder despertarme.
Estoy luchando contra esto aunque muchos días no soy capaz de hacerlo.
Estoy peleando.
Soy una guerrera.
Una guerrera de despertares.