miércoles, 26 de agosto de 2020

Aquí sigo

Tus manos son como los faros de un coche en medio de la noche.

Yo, el conejo deslumbrado que tiene tanto miedo que va a dejarse morir ahí mismo.


Es un cliché romántico esa escena en la que el chico malherido de amor corre bajo la lluvia hasta la cabina de teléfono más cercana y marca de memoria el número de ella con una fe ciega en encontrarla al otro lado de la línea esperando obedientemente a que le diga que todo ha sido un error. 


No sé en qué posición me deja esta confesión, pero en mi cabina simplemente no hay línea.

Nada.

Como si hubieran cortado el cable que unía el teléfono a la maquinaria y de paso el hilo rojo que llevaba anudado en el dedo meñique y acababa en la puerta de tu casa. 

Tengo trocitos de cartas que supongo que ya no son de amor incrustados por todos los órganos vitales y contra todo pronóstico lo tengo todo hecho un desastre. 

Pienso a todas horas en escribirte y después intento olvidar todo lo que había pensado porque nunca sé si va a ser útil o va a terminar de undirnos.

También pienso en que tengo que sacarme de la cabeza la fantasía de volver a amar como cuando tenía 15 años porque ya no tengo 15 años y porque no voy a volver a tenerlos y porque puede que solamente se pueda amar así una vez en la vida. Y yo la exprimí hasta el límite. 


Me va el corazón demasiado rápido cuando evalúo todas las implicaciones prácticas que tiene el efecto de tus dedos acariciandome el pelo porque todas son catastróficas, y sin embargo las entrañas me dicen que la adrenalina está para disfrutarla a muerte y como si no hubiese un mañana. 


Pero lo hay. 


He perdido tantas horas en juicios contra mí misma que tengo perfectamente localizadas todas las maneras de hacerme trampas. Todos lo atajos. Todos los desvíos. Todos los términos de uso mal definidos y los acuerdos sin firmar que no figuran en ninguna parte. 


Sé que con la ausencia exacta de energía lo único que me ruega el cuerpo es claudicar. 

Que deje de razonar. 

Que deje de valorar. 

Que deje de sopesar. 

Que deje de ejercer el control.

Que me deje ir y que me deje hacer y si amanezco en la cama que no tocaba ya organizaré todo ese desastre en un momento en el que me vea más capaz.

Que no anteponga nada más aunque esté siendo capaz de escuchar todos los platos rotos que de antemano sé que no voy a ser capaz de arreglar. 


He huido como una rata porque contrariamente a todo lo que quería pensar de mí misma me he sentido absolutamente vendida y he notado perfectamente cómo toda mi capacidad de análisis salía de mi ser y mi necesidad de control empezaba a encender alarmas y luces rojas por todas partes.

Todo mi cuerpo recuerda todo tu cuerpo. 

Todos mis músculos recuerdan exactamente cómo funcionaban en contacto con los tuyos. 

Hasta la menor de mis partículas se ve irremediablemente empujada a tocarte. 

Recuerdan cada manera de acoplarse a tu fisionomía. 


Y ahí pierdo perspectiva. 

Pierdo las formas. 

Se me emborronan los límites. 

Y me asusto. 

Porque sé que esa no soy yo. 

Aunque a veces me moriría por serlo. 



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