lunes, 13 de agosto de 2018

Nostalgia

Dos latidos fuertes,
uno más suave.
Respirar con el diafragma hasta que no eres capaz de dar cobijo a más oxígeno. Invitar al aire a salir entre los labios, como si soplases velas de cumpleaños.
Como si se fuesen a cumplir los deseos si no los pides en voz alta.
He vuelto a sentir lo que había fuera.
He dejado de ver la realidad con filtros de distorsión. 
He notado el calor, pero sobre todo la calidez.
He escuchado el ruido, pero sobre todo las voces.
He visto a personas interactuando y por primera vez en meses no me han parecido un escenario, han dejado de ser un mero decorado. Ya no hay película.


He sido una persona perdida

y sin rumbo
y sin ilusiones
y sin metas.
He sido una persona errante.
Nómada.
He perdido cualquier vínculo con todo aquello que parecía ser un hogar hecho para mí.


Cierro los ojos y puedo oír las olas.

Me muerdo los labios y saben a sal.
Aprieto los puños y recuerdo exactamente la sensación de la arena que se escurre entre los dedos acariciando todo lo que toca.
No puedo explicarlo.


Una noche monté en un autobús y el hechizo se había desvanecido.

Ya no estaba dentro de una campana de cristal.
Las voces sonaban más altas.
Los colores parecían más fuertes.
Con los ojos cerrados podía sentirlo todo.
Sentir el calor en la piel.
Sentir la vida en las venas.
Sentir el verano.
La excitación de un sábado por la noche.
Las prisas.
Las ganas.
Necesité llorar porque por fin algo volvió a hacer contacto dentro de mí y parecía que todo había terminado.
Y lloré.
Y no terminó.
Al día siguiente todo volvía a ser igual.
Pero diferente.
Diferente, porque tenía la certeza absoluta de que sanar es posible.
No es sólo un sueño.
No es una esperanza.
Va a pasar.
Ya está pasando.

Vuelvo a casa.




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