Era azul como el agua del mar en un día de tormenta en diciembre, tan fría y tan cambiante como hielo en un gintonik. Tan insumisa como el propio agua. Tan difícil de contener. Tan libre.
Tenía el pelo azul para poder camuflarse con el oleaje y que nadie le preguntara demasiadas veces qué hacía tantas horas observando el océano desde el Peine del Viento cualquier día del año. Era envolvente como la resaca en la orilla y luminosa como un faro en plena tormenta. Escuchaba los gritos del viento en las rocas y esperaba hasta que el mar rugía y las olas le mojaban la carita despertando vida, como quien saluda a un viejo amigo. Y respiraba el salitre tan profundo que quizá lo lleve pintado en los pulmones.
Tenía azul el alma y por eso en la orilla parecía ser ingobernable y estar en casa, en un mundo menos feo y en el recodo más seguro de su existencia. Por eso sentía el agua dentro, escapaba como espuma de mar entre los dedos, media el tiempo en relojes de arena y tenía la sal cosida a los labios.
Era toda de colores azules y turquesas bailando pero sin mezclarse, condenados a besarse y distanciarse y besarse otra vez en un continuo.
Era surcar el mar sin velas ni barcos, intentar contener tanta belleza en unas pocas líneas, abrazar la calma y también la guerra hasta sentirlas parte de sí misma. Era el viento que le enredada el pelo y arrancaba gemidos del arte de Txillida.
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